Autor:
Juan Bustillos
La analogía es adecuada: Ayer, cual
si fuera cirujano, Felipe Calderón hundió el bisturí, abrió el cadáver y mostró
al Presidente electo lo que le va a heredar. Nada que Enrique Peña Nieto
ignore.
La bien cuidada redacción del
boletín oficial dice que el Gabinete de Seguridad le entregó un diagnóstico que
sólo conocen los autores, Peña Nieto y Roberto Campa Cibrián, pero traducido a
términos periodísticos es escalofriante.
Lo rutinario sería referirse a los
muertos en cuya cifra ya nadie se pone de acuerdo. Algunos dicen que 50 mil y
otros que 70 mil, pero el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, que
gustaba hablar de los mitos de la guerra contra el crimen organizado, hace
mucho que ocultó las estadísticas en el archivero.
De los “daños colaterales”
(ciudadanos que tuvieron la desgracia de no obedecer la orden de detener sus
vehículos en un retén policiaco o militar; mujeres violadas por la tropa
embrutecida, etcétera) y de los “desaparecidos” se ocupa, y no se da abasto, la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Algunos mexicanos han llevado el
caso a La Haya, con la esperanza de someter a juicio al Presidente Calderón a
causa de los desaparecidos, pero no tendrán suerte.
Por hoy es imposible saber qué
contiene el “diagnóstico”, pero imagino que no menciona la cruenta guerra
desatada hacia el interior del Gabinete de Seguridad; agravada, si es posible,
por los últimos acontecimientos protagonizados por policías federales en el
aeropuerto capitalino, Tres Marías, Cuernavaca, etcétera.
Esta guerra se refleja en
periodicazos que sufren el general Guillermo Galván, la procuradora Marisela
Morales y el almirante Francisco Saynez.
Desde luego, no debe constar la
desilusión del Presidente Calderón, porque mientras él se dedica a recorrer el
país fustigando a las policías municipales y estatales, los federales llenan
las primeras páginas de periódicos y revistas, y los mejores tiempos de la
radio y la televisión.
Calderón ha justificado la guerra
contra el crimen organizado con el argumento, válido, de que Vicente Fox y los
gobiernos priístas le
entregaron un mugrero porque se hacían de la vista gorda o
estaban coludidos.
Sin embargo, ¿qué podría alegar en
defensa de su gobierno si Peña Nieto inaugurara el suyo haciendo un resumen del
diagnóstico?
Poiré y el secretario de Seguridad
Pública, Genaro García Luna, dirán que los 60 mil o 70 mil muertos son delitos
del fuero común, porque los narcos se matan entre ellos y, luego, entonces, es
problema de los gobernadores y no del gobierno federal.
Tienen razón, pero las masacres
empezaron cuando alguien aconsejó a Calderón apedrear el panal sin contar con
soldados, marinos y policías adiestrados para enfrentar un problema de la
envergadura que desataron.
Ya habrá tiempo y espacio para ir al
fondo, pero ¿qué puede hacer Peña Nieto con el cadáver putrefacto y maloliente
que le dejan?
En realidad le heredan una trampa:
Si disminuye la violencia, como es su prioridad, los que se van dirán que pactó con los criminales; si, en cambio, los niveles
de sangrientos de la actualidad permanecen o crecen, justificarán
su propio fracaso.
Por lo pronto, el almirante Saynez,
que no se chupa el dedo, desató el enojo oficial recomendando al Presidente
electo olvidar la estrategia de Calderón, usar más inteligencia y dejar de
utilizar a las Fuerzas Armadas de manera masiva.
La bien cuidada redacción del boletín oficial dice que el Gabinete de Seguridad le entregó un diagnóstico que sólo conocen los autores, Peña Nieto y Roberto Campa Cibrián, pero traducido a términos periodísticos es escalofriante.
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