jueves, 6 de octubre de 2011

¡Me encanta ese episodio de los Simpsons!

¡Me encanta ese episodio de los Simpsons! Pero aguarde, usted estaba hablando de una política inmigratoria para la vida real

Immigrants Por Art Carden
Forbes -
El Instituto Independiente

¿Alguna vez ha visto el viejo episodio de Los Simpsons donde los ciudadanos de la ciudad votan para deportar a todos los inmigrantes ilegales? Es realmente brillante: el episodio comienza con un gran alboroto por un oso que deambula por la ciudad. Homero se queja de que “es como un alucinante ‘country bear jamberoo’” en Springfield y silencia a Ned Flanders, que protesta porque es el primer oso que ha visto en Springfield. Homero arenga a la gente del pueblo y marchan al Ayuntamiento exigiendo que el alcalde Diamond Joe Quimby haga algo respecto de los osos.

El alcalde Quimby toma la decisión e inicia la “Patrulla Oso”. Los ciudadanos están contentos con la Patrulla Oso, que hace un gran trabajo para resolver un problema inexistente; sin embargo, están molestos con los impuestos adicionales que tienen que pagar. Enfrentado una vez más con una multitud enardecida, el alcalde Quimby decide que “capear este problema requiere de un verdadero liderazgo” y convence a los ciudadanos de que sus problemas se deben a los inmigrantes ilegales. Es un gran episodio que termina con el inmigrante ilegal Apu obteniendo su ciudadanía (y Willie, el encargado del campo de deportes, siendo deportado). Los Simpsons volvieron a tratar el tema de la “inmigración ilegal” hace unos años cuando Homero condujo a los “Star-Spangled Goofballs” en sus esfuerzos por hacer frente a la avalancha de inmigrantes de ascendencia noruega provenientes de la vecina Ogdenville.

Y ahora, la vida está imitando al arte. Un episodio de Los Simpson está cobrando vida en las leyes aprobadas en Arizona y Alabama que se supone van implementar enérgicas medidas contra la inmigración ilegal. The New York Times informa que tramos de la ley de Alabama fueron convalidados en los tribunales. En una historia sobre el fallo judicial, el Times cita la declaración del gobernador de Alabama, Robert Bentley, que afirma que a causa de la sentencia Alabama posee “la ley de inmigración más férrea del país”.

Como escribí en junio, eso no es algo de lo cual sentirse orgulloso. Durante los momentos económicos difíciles, los chivos expiatorios—sobre todo los chivos expiatorios que hablan raro y no votan—son fáciles de identificar. Sin embargo, identificar a los chivos expiatorios no es lo mismo que resolver los problemas del mundo real. Tan sencillo como es tratar de culpar a los inmigrantes por quitarnos nuestros empleos, aprovecharse de la asistencia social estadounidense, y todo tipo de otros males, la restricción de la inmigración es, como ha argumentado Bryan Caplan, un trabajo reciente publicado en el Journal of Economic Perspectives. Es un tema que lamentablemente ha escapado a la atención de mucha gente interesada en aliviar la pobreza mundial. Si Clemens y otros que contribuyen a esta agenda de investigación están acertados, estamos pasándole por encima a “billetes por un billón de dólares en la acera” al restringir la inmigración.

Además, tornar ilegal a algo no equivale a detenerlo. Las barreras formales a la inmigración legal son tan onerosas y las oportunidades en los Estados Unidos son tan grandes que hay un floreciente mercado subterráneo en el contrabando de personas a través de la frontera. Me temo que las medidas institucionales que se requerirían para detener completamente a la inmigración ilegal harían que los actuales excesos de la Administración de Seguridad en el Transporte luzcan como un juego de niños. Incluso si aceptamos los supuestos de quienes se oponen a la inmigración acerca de los costos de la ésta, no queda en absoluto claro que el hecho de convertir a los EE.UU. en una fortaleza pueda guardar alguna semejanza con la “tierra del libre”.

E incluso ese supuesto contiene una concesión importante e injustificada: que los inmigrantes—incluso los que están aquí ilegalmente—son una carga neta sobre la economía estadounidense. Al abrir nuestras fronteras, estamos haciéndoles el favor a los inmigrantes de permitirles venir a nuestro país y volvernos más ricos. Si bien no estoy de acuerdo con los sindicatos en muchos aspectos, tengo que dar a la Unión de Campesinos el crédito por su brillante sitio web takeourjobs.org, donde los estadounidenses pueden inscribirse para tomar los puestos de trabajo de los trabajadores agrícolas migrantes.

Los hijos de estos inmigrantes tienen también la capacidad de ser miembros importantes de la próxima generación de innovadores y emprendedores. En algún lugar del mundo, es probable que haya alguien que tenga la capacidad de inventar el próximo Google o el siguiente iPhone. O tal vez él o ella serán meramente otra de las muchas personas “comunes y corrientes” que tan solo vivan una vida feliz y honesta. De todos modos, nos estamos disparando en el pie al dejar a él o ella fuera de la “tierra de las oportunidades”.

Sobre la naturaleza de un gobierno

Por Ayn Rand

Un gobierno es una institución que posee el poder exclusivo de forzar ciertas reglas de conducta social en un área geográfica.

¿Necesitan los hombres tal institución y por qué?

Ya que la mente del hombre es su herramienta básica para sobrevivir, su instrumento para obtener conocimientos y guiar sus acciones, la condición básica que necesita es la libertad de pensar y actuar de acuerdo con su juicio racional. Esto no quiere decir que el hombre debe vivir solo y que una isla desierta es el ambiente que mejor satisface sus necesidades. El hombre puede derivar beneficios enormes de la cooperación con otros. El ambiente social es el que más conduce para su supervivencia exitosa, pero solamente en ciertas condiciones.

"Los dos grandes valores que se pueden obtener de la existencia social son: conocimientos e intercambio. El hombre es la única especie que puede transmitir y expandir cúmulos de conocimientos de generación en generación; los conocimientos que potencialmente están al alcance del hombre son mucho mayores que lo que un solo hombre pudiese comenzar a adquirir en una vida; cada hombre obtiene beneficios incalculables de los conocimientos descubiertos por otros. El segundo gran beneficio es la división del trabajo: permite que un hombre dedique su esfuerzo a un campo particular de trabajo y que intercambie con otros, quienes se especializan en otros campos. Esta forma de cooperación permite a todos los hombres que participan en ella adquirir mayores conocimientos, destreza y beneficios productivos de su trabajo que lo que lograrían si cada uno tuviera que producir todo lo que necesita, ya en una isla desierta o en una unidad agrícola autosuficiente.

"Pero estos mismos beneficios indican, delimitan y definen qué clase de hombres pueden ser de valor uno para el otro, y en qué clase de sociedad: únicamente hombres racionales, productivos e independientes, en una sociedad racional, productiva y libre". (The Objectivist Effects).

Una sociedad que roba al individuo el producto de su esfuerzo, o lo esclaviza, o pretende limitar la libertad de su mente, o le obliga a actuar en contra de su juicio personal una sociedad que establece un conflicto entre sus leyes y los requerimientos de la naturaleza del hombre no es, hablando estrictamente, una sociedad, sino una chusma unida por leyes de pandilla institucionalizada.

Tal sociedad destruye todos los valores de la coexistencia humana, no tiene justificación posible y representa, no una fuente de beneficio, sino la amenaza más mortal incomparablemente a la supervivencia del hombre. La vida en una isla desierta, es más segura y preferible a la existencia en la Rusia soviética o en la Alemania nazi.

Si los hombres han de vivir juntos en una sociedad pacífica, productiva y racional, y tratar uno con el otro para beneficio mutuo, tienen que aceptar el principio básico social, sin el cual no es posible una sociedad moral o civilizada: el principio de los derechos individuales.

Reconocer los derechos individuales significa reconocer y aceptar las condiciones que requiere el hombre por su naturaleza para sobrevivir adecuadamente.

Los derechos del hombre pueden ser violados únicamente por la fuerza física. Es únicamente por medio de la fuerza física que un hombre puede quitarle a otro la vida o esclavizarlo o robarle, o impedir que otro persiga sus propias finalidades, u obligarlo a actuar contra su propio juicio racional.

La precondición de una sociedad civilizada es la prohibición de la fuerza física en las relaciones sociales, estableciendo así el principio que si el hombre desea tratar uno con el otro, puede hacerlo únicamente por medio de la razón: mediante discusión, persuasión y acuerdo voluntario sin coerción. La consecuencia necesaria del derecho del hombre a su vida, es su derecho a defenderse. En una sociedad civilizada la fuerza puede utilizarse únicamente en vía de represalia y únicamente contra aquellos que iniciaron su uso. Todas las razones que convierten la iniciación de fuerza física en un mal, convierten el uso de la fuerza física en vía de represalia, un imperativo moral.

Si una sociedad "pacifista" renunciara al uso de la fuerza en vía de represalia, ella quedaría inútilmente a la merced del primer rufián que decidiese actuar inmoralmente. Tal sociedad lograría lo opuesto a su propia intención: en vez de abolir el mal, lo fomentaría y gratificaría.

Si una sociedad no provee protección organizada contra la fuerza, obligaría a cada ciudadano a vivir armado, convertir su hogar en una fortaleza, y disparar a los extraños que se acercasen a su puerta, o a asociarse a una pandilla de ciudadanos para protegerse, quienes pelearían con otras pandillas, formadas para el mismo propósito, y así traería la degeneración de esa sociedad al caos: al dominio por pandilla, es decir, gobierno por fuerza bruta, hacia la guerrilla de tribu típica de salvajes prehistóricos.

El uso de la fuerza física aun en vía de represalia no puede dejarse a la discreción de los ciudadanos individuales. La coexistencia pacífica es imposible si el hombre tiene que vivir bajo la amenaza constante del uso de la fuerza bruta por parte de sus vecinos en cualquier momento. Ya sea que las intenciones de sus vecinos sean buenas o malas, que sus juicios sean racionales o irracionales, que estén motivados por un sentido de justicia o por ignorancia o prejuicio o malicia, el uso de la fuerza contra un hombre no puede dejarse a la decisión arbitraria de otro.

Visualice, por ejemplo, qué pasaría si un hombre perdiese su cartera, concluyese que se la han robado, y entrase en todas las casas del vecindario a buscarla, matando al primer hombre que le mirase en forma sospechosa, tomando tal mirada como prueba de culpabilidad.

El uso de la fuerza de represalia requiere reglas objetivas para establecer pruebas de que un crimen ha sido cometido y probar quién lo ha cometido, así como también reglas objetivas para definir castigos y procedimientos para implementarlos. Los hombres que pretenden perseguir crímenes sin tales reglas, constituyen una chusma furiosa. Si una sociedad dejase el uso de la fuerza represiva en las manos de ciudadanos individuales, degeneraría hacia la ley de la jungla y hacia una serie interminable de vendetas y guerras privadas.

Si la fuerza física va a ser excluida de las relaciones sociales, el hombre necesita una institución encargada de la tarea de proteger sus derechos y supeditada a un código objetivo de reglas.

Esta es la función de un Gobierno de un legítimo Gobierno, su función primordial, su única justificación moral y la razón por la cual los hombres sí necesitan un gobierno.

Un gobierno es el medio que coloca el uso de la fuerza física represiva bajo el control objetivo. Es decir, bajo leyes definidas objetivamente.

La diferencia fundamental entre una acción privada y una acción gubernamental, una diferencia completamente ignorada y evadida hoy día descansa en el hecho que el gobierno tiene el monopolio del uso legal de la fuerza física. Tiene que tener tal monopolio, ya que es el agente para restringir y combatir el uso de la fuerza y, por esa misma razón, sus acciones tienen que ser rígidamente definidas, delimitadas, y circunscritas; ni el más ligero capricho o antojo debe serle permitido en el cumplimiento de sus obligaciones; debe actuar como robot impersonal, con la ley como su única fuerza motivadora. Si una sociedad ha de ser libre, su gobierno tiene que estar controlado.

Bajo un sistema social adecuado, un individuo particular es legalmente libre para tomar cualquier acción que desea, siempre que no viole los derechos de otros, mientras que un funcionario gubernamental está limitado por ley en cada uno de sus actos oficiales. Una persona individual puede hacer todo aquello excepto lo que está legalmente prohibido; un funcionario gubernamental no puede hacer nada excepto aquello que está legalmente permitido.

Esta es la manera de subordinar la "fuerza" al "derecho". Éste es el concepto estadounidense de "un gobierno de leyes y no de hombres".

La naturaleza de las leyes propias a una sociedad libre y de la fuente de la autoridad gubernamental, se derivan de la naturaleza o propósito de un gobierno adecuado. El principio básico de ambas está indicado en la Declaración de Independencia: "para afianzar estos derechos (individuales), los hombres instituyen gobiernos derivando su justo poder del consentimiento de los gobernados...".

Ya que la protección de los derechos individuales es la única función propia de un gobierno, igualmente la es la única función impropia de la legislación: todas las leyes deben estar basadas en los derechos individuales y dirigidas hacia su protección. Todas las leyes deben ser objetivas (y objetivamente justificables): los hombres deben saber claramente y con anticipación a sus actos, lo que la ley les prohibe hacer (y por qué), qué constituye un delito y cuál es el castigo que sufrirán sí lo cometen.

La fuente de autoridad del gobierno es "el consentimiento de los gobernados". Esto quiere decir que el gobierno no es el mandante, sino el que sirve, el mandatario, o sea un agente de los ciudadanos; eso significa que el gobierno como tal no tiene más derechos excepto los derechos delegados en él por los ciudadanos para un objeto específico.

Existe únicamente un principio básico, al cual el individuo debe consentir si desea vivir en una sociedad libre y civilizada: el principio de renunciar al uso de la fuerza física y delegarle al gobierno su derecho de autodefensa, con objeto de que la implementación sea ordenada, objetiva y legalmente definida, O, poniéndolo de otra manera, debe aceptar la separación de la fuerza y el capricho (cualquier capricho, incluyendo los propios).

Pues bien, ¿qué sucede en caso de desacuerdo entre dos hombres referente a alguna actividad en la cual ambos están involucrados? En una sociedad libre, los hombres no están obligados a tratar unos con los otros. Ellos lo hacen únicamente por acuerdo voluntario y, cuando existe un elemento de tiempo, mediante contrato. Si un contrato es quebrantado por la decisión arbitraria de un hombre, puede causarle daños financieros desastrosos al otro, y la víctima no tendría otro recurso que arrebatarle al que lo ha ofendido su propiedad en vía de compensación. Pero nuevamente, el uso de la fuerza no puede dejarse sujeto a la decisión de individuos particulares. Y esto nos lleva a una de las funciones más importantes y más complejas de un gobierno: la función de árbitro que arregla disputas entre los hombres de acuerdo con leyes objetivas.

Los delincuentes son una pequeña minoría en cualquier sociedad semicivilizada. Pero la protección e implementación de contratos a través de cortes de ley civil, es la necesidad más crucial de una sociedad pacífica; pues, sin tal protección, ninguna civilización podría ser desarrollada o mantenida.

El hombre no puede sobrevivir, como lo hacen los animales, actuando bajo el impulso del momento inmediato. El hombre tiene que proyectar sus finalidades y alcanzarlas a través del tiempo; tiene que calcular sus actos y planificar su vida a largo plazo. Mientras mejor sea la mente del hombre y mientras mayor sus conocimientos, mayor el plazo de su planificación.

Mientras más elevada y compleja una civilización, mayor será el plazo de sus actividades y, por lo tanto, mayor será el plazo de los acuerdos contractuales entre los hombres, y más urgente será su necesidad de proteger la seguridad de tales acuerdos. Y aun una necesidad primitiva a base de trueque no podría funcionar si un hombre, después de haber acordado entregar un quintal de papas a cambio de una canasta de huevos, y después de haber recibido los huevos, rehusara entregar las papas. Visualice las consecuencias de este tipo de acción caprichosa en una sociedad industrializada, donde los hombres entregan millones de dólares de bienes al crédito, o contratan las construcciones de miles de millones, o firman contratos a noventa años.

El rompimiento unilateral de un contrato involucra el uso indirecto de la fuerza física: consiste, en esencia, en que un hombre recibe valores materiales, bienes o servicios de otro, y entonces rehusa pagar por ellos reteniéndolos por la fuerza (por la mera posesión física), y no por derecho, es decir, que los guarda sin el consentimiento de su dueño. El fraude involucra un uso similar indirecto de la fuerza: consiste en obtener valores materiales sin el consentimiento del dueño bajo premisas o pretensiones falsas. La extorsión es otra variante del uso indirecto de la fuerza: consiste en obtener valores materiales, no a cambio de valores, sino mediante la amenaza, fuerza, violencia o daño. Algunas de estas acciones evidentemente son criminales. Otras, como el rompimiento unilateral de un contrato, puede que no esté motivada criminalmente, pero puede ser causada por irresponsabilidad o irracionalidad. Otros podrán ser asuntos complejos con algo de justicia en ambos lados. Pero sea el caso que fuere, todas esas disputas tienen que sujetarse a leyes objetivamente definidas y tienen que ser resueltas por un árbitro imparcial, aplicando las leyes, en otras palabras, por un juez (y un jurado cuando corresponde). Obsérvese el principio básico que rige a la justicia en todos estos casos: es el principio que ningún hombre puede obtener valores de otros sin el consentimiento del dueño y, como corolario, que los derechos del hombre no pueden abandonarse a la suerte de la decisión unilateral, el juicio arbitrario, o el capricho y juicio irracional de otro hombre.

Tal en esencia, es el fin propio de un gobierno: hacer la existencia social posible a los hombres, mediante la protección de los beneficios y combatiendo los males que los hombres pueden causarse unos a otros.

La función propia de un gobierno cae dentro de tres amplias categorías, todas las cuales involucran el punto del uso de la fuerza y la protección de los derechos del hombre: la Policía, para proteger a los hombres de los criminales; las Fuerzas Armadas, para proteger a los hombres de invasores extranjeros; las Cortes, para decidir disputas de acuerdo con leyes objetivas.

De estas tres categorías se derivan muchas situaciones y corolarios, y su implementación en la práctica, en forma de legislación específica, es enormemente compleja. Pertenece a un campo especial de la ciencia: la filosofía de la ley. Muchos errores y muchos desacuerdos son posibles en el campo de la implementación, pero lo que es esencial aquí, es el principio que ha de implementarse: el principio que el objeto de la ley de un gobierno es la protección de derechos individuales.

Hoy, ese principio está olvidado, ignorado y evadido. El resultado es el presente estado del mundo, con la regresión de la humanidad hacia la tiranía absolutista sin ley, hacia el salvajismo primitivo de gobierno por la fuerza bruta.

En actitud de protesta insensata contra esta tendencia, algunas personas presentan la cuestión de que siendo tales gobiernos tan malos por naturaleza, si no será la anarquía el sistema social ideal. La anarquía, como concepto político, es una abstracción que flota ingenuamente: por todas las razones discutidas antes, una sociedad sin un gobierno organizado estaría a merced del primer criminal que llegase, el cual la precipitaría hacia el caos de las guerrillas pandilleras. Pero la posibilidad de inmoralidad humana no es la única objeción a la anarquía: aún en una sociedad donde cada uno de sus miembros fuese completamente racional y sin tacha moral, no podría funcionar en estado de anarquía, es la necesidad de leyes objetivas y de un árbitro para desacuerdos honrados dentro de los hombres que crea la necesidad de establecer un gobierno.

Una variante reciente de la teoría anarquista, que está confundiendo a algunos jóvenes que abogan por la libertad, es el espantoso absurdo llamado "gobiernos en competencia". Aceptando la premisa básica de los modernos estatistas que no ven la diferencia entre las funciones de un gobierno y la función de la industria, entre la fuerza y la producción, y que abogan por la propiedad estatal de los negocios, los proponentes de "gobiernos en competencia" toman el otro lado de la misma moneda y declaran que ya que la competencia es tan beneficiosa para los negocios, debería aplicarse también a los gobiernos. En vez de un solo gobierno monopolista, declaran, debiera existir un número de diferentes gobiernos en la misma área geográfica, compitiendo por la lealtad de los ciudadanos individuales, dejando a cada ciudadano libre de escoger y estar con el gobierno que escoge.

Recordemos que el control del hombre por la fuerza es el único servicio que un gobierno puede ofrecer. Pregúntese qué significaría la competencia en control forzoso.

No puede llamársele a esto una teoría contradictoria en terminología, ya que evidentemente carece de comprensión de los términos "competencias" y "gobierno". Tampoco puede llamársele una abstracción flotante, ya que es carente de cualquier contacto o referencia a la realidad y no puede concretarse, ni siquiera en forma aproximada. Una ilustración será suficiente: supongamos que el Sr. Smith, un cliente del gobierno "A", sospecha que su vecino, el Sr. Jones, quien es cliente del gobierno "E", le ha robado; un destacamento de la policía "A" llega a la casa del Sr. Jones y encuentran en la puerta un destacamento de la policía "B", que declara que no aceptan la validez de la acusación del Sr. Smith y que no reconocen la autoridad del gobierno "A". ¿Qué sucede entonces? Siga usted adelante con el ejemplo.

La evolución del concepto del gobierno ha tenido una larga y difícil historia. Alguna idea de la función propia de un gobierno parece haber existido en toda sociedad organizada, manifestándose en un fenómeno tal como el reconocimiento implícito (aunque a veces no existente) de la diferencia entre un gobierno y una pandilla la aureola de respeto y de autoridad moral otorgada a un gobierno como el guardián de la "ley y el orden", el hecho que aun los gobiernos más malos reconocieron la necesidad de mantener alguna apariencia de orden y alguna pretensión de justicia, aunque fuese únicamente rutina y tradición, y de proclamar más de alguna justificación moral por su poder, ya de naturaleza mística o social. Así como los monarcas absolutos de Francia tuvieron que invocar "Los Derechos Divinos de Los Reyes", los dictadores modernos de la Rusia soviética tienen que gastar fortunas en propaganda para justificar su poder ante los ojos de los sujetos esclavizados.

En la historia del hombre, la comprensión de la propia función de un gobierno es de logro reciente. Únicamente tiene 200 años de edad y data de la revolución estadounidense. No solamente identificaron la naturaleza y la necesidad de una sociedad libre, sino encontraron la manera de traducirla a la práctica. Una sociedad libre como cualquier otro producto humano no puede obtenerse por casualidad, mediante el mero deseo ni sólo por la "buena voluntad" de sus líderes.

Un complejo sistema legal, basado en principios de validez objetivos, son requeridos para hacer una sociedad libre y mantenerla libre, un sistema que no depende de las motivaciones, del carácter moral o de las intenciones de algún funcionario público, un sistema que no ofrece oportunidad ni "salidas" para el desarrollo de la tiranía.

El sistema estadounidense de poderes balanceados y limitados consistió en tal hazaña. Y aunque ciertas contradicciones en la Constitución sí dejaron algunas salidas para el crecimiento del estatismo, la hazaña incomparable fue el concepto de una Constitución como medio para limitar y restringir el poder del gobierno.

Hoy día, cuando se está haciendo un gran esfuerzo conjunto para borrar este punto, no se puede repetir con demasiada frecuencia que la Constitución es una limitación al gobierno y no al individuo particular que no ordena la conducta del individuo particular, sino únicamente la conducta de un gobierno-, que no es una carta para poder estatal, sino una carta de protección ciudadana contra el gobierno.

Ahora considere la generalización del concepto moral y político invertido en el concepto prevaleciente de gobierno. En vez de ser un protector de los derechos del hombre, el gobierno se está convirtiendo en el violador más peligroso; en vez de guardar la libertad, los gobiernos están estableciendo esclavitud; en vez de proteger a los hombres de los iniciadores de la fuerza física, los gobiernos están iniciando la fuerza física y coerción en la forma y en los casos que le place. En vez de servir como el instrumento de objetividad en las relaciones humanas, los gobiernos están creando un mortal y subterráneo reinado de la inseguridad y miedo, mediante leyes no objetivas, cuya interpretación se deja a las decisiones arbitrarias de burócratas ocasionales; en vez de proteger a los hombres del daño por caprichos, los gobiernos se abrogan el poder del capricho ilimitado, en tal forma que rápidamente estamos llegando a la etapa de última inversión: la etapa cuando el gobierno es libre de hacer cualquier cosa que le plazca, mientras los ciudadanos actúan únicamente por permiso; que es la etapa de los períodos más oscuros de la historia humana, la etapa de gobierno por la fuerza bruta.

Muchas veces se ha mencionado que a pesar del progreso material, la humanidad no ha alcanzado un grado comparable de progreso moral. Tal expresión generalmente es seguida por alguna conclusión pesimista referente a la naturaleza humana. Es cierto que el estado moral de la humanidad es vergonzosamente bajo. Pero cuando uno considera las monstruosas inversiones morales de los gobiernos (hechas posibles por una moralidad altruista colectivista), bajo la cual la humanidad ha tenido que vivir a través de la mayor parte de su historia, uno principia a asombrarse cómo los hombres han logrado preservar aún un semblante de civilización, y cual vestigio indestructible de autoestimación, lo ha mantenido caminando sobre dos pies.

Uno también principia a ver más claro la naturaleza de los principios políticos que tienen que llegarse a aceptar y a advocar, como parte de la batalla, por el renacimiento intelectual del hombre.

Justicia en contraposición a justicia social

Por Leonard E. Read

¿Qué es Justicia? «Justicia» dice James Madison «es la finalidad del Gobierno y es la finalidad de la sociedad civil». Esta definición me satisface. Mi contención o tesis es que la Justicia y la llamada «Justicia Social» están en pugna y que pretender fomentar la última es contrarrestar la primera.

La Justicia como la Honradez debe ser la meta de nuestra conducta con los demás. Cierto que también podemos ser injustos o deshonestos con nosotros mismos, pero eso es otro cantar. La que ahora nos ocupa es un problema social que cubre las relaciones entre usted y yo y otros individuos. No son los grupos o clases, sino los individuos los que están sujetos a la justicia o injusticia, a la honradez o deshonestidad, a la armonía o desarmonía. Sabemos que la Sociedad está compuesta por personas como usted y yo, pero en adición a eso, no tenemos ni remota idea de lo que es la sociedad. La Justicia no cabe aplicarse a todos en general, sólo a cada uno en lo particular.

Lo que hemos dado en llamar sociedad civil consiste de una cantidad diversa y variante de individuos, cada uno de por sí, un mundo, y que viven contemporáneamente. Cada uno puede alcanzar el máximo de sus potencialidades sólo en tanto prevalezca la justicia en sus relaciones personales, o sea la ausencia de injusticia. Comprendida en esta forma, la justicia es en realidad la finalidad de la sociedad civil.

El Gobierno en su concepción ideal, no puede tener ninguna otra finalidad que una justicia común, porque esa es la finalidad de la sociedad civil, de la cual el gobierno es sólo el instrumento o el agente. A la diosa Justicia se le representa con los ojos vendados, precisamente porque si atisba, o mira a hurtadillas, trampea. Lo que le concierne no es quién es la persona, sino qué fue lo que hizo o de qué se le acusa. Tal es el significado de lo que se dice ser: «Un gobierno de leyes, no de hombres».

Hemos de admitir que la igualdad de oportunidades, sin favores ni privilegios especiales para nadie, es un ideal u objetivo un tanto lejos de realización y al que apenas podemos aspirar. Sin embargo, no podemos siquiera pretender aproximarnos a dicho ideal, si no comprendemos claramente lo que es la justicia y cómo puede alcanzarse. Algunas verdades o realidades pueden contribuir a aclarar nuestras ideas acerca de la justicia.

«No hagas a otros, lo que no quieras que hagan contigo» es una máxima venerable que puede servirnos de guía de la forma en que cada individuo debe comportarse hacia los demás. La práctica de la mutualidad y reciprocidad es quizás la forma más acertada y por la cual no es dable aproximarnos más al alcance de la justicia.

Podemos también hacer la prueba de lo que es bueno y justo, aplicando el principio de universalidad a las máximas que nos sirven de guía. Por ejemplo, «Tengo derecho moral a la propia vida, a poder adquirir los medios de vida y a la libertad». ¿Es esto justo? Sí, siempre que concedamos el mismo derecho a los demás. ¿Se puede? Entonces es justo. Probemos ahora enunciando la máxima al revés: «¿Me cabe el derecho de quitar la vida, los medios de vida y la libertad a los demás?» ¿Es esto justo?

Lo sería si pudiéramos racionalmente con ceder el derecho de asesinar, robar o esclavizar a los demás. Pero como racionalmente no podemos conceder ese derecho a ninguno, por consiguiente no es ni bueno, ni justo.

La institución de la libertad, correctamente entendida, basta para hacer justicia a cada individuo. John Stuart Mill nos dio la siguiente definición:

«La única libertad que merece el nombre nuestro propio bienestar a nuestra manera, siempre que no intentemos privar a los de más del mismo derecho, o impidamos sus esfuerzos por alcanzarlo».

Mi propia definición si fuera puesta en práctica, asegurarla la justicia universal: «Que no existan restricciones hechas por el hombre que limiten el desenvolvimiento de la energía creadora». Lo cual significa que nadie tendría derecho a inhibir a ningún individuo en ningún sentido, excepto el de impedir cualquier acción destructiva, tales como: el fraude, la violencia, el engaño, el robo, etc.

Las fórmulas expuestas son cuatro maneras de expresar substancialmente la misma idea: «La Justicia en contraposición a la concesión de privilegias es únicamente la ausencia de represión de las aspiraciones creadoras del individuo. Dejad a cada cual que persiga sus propios fines, siempre y cuando no interfiera con la persecución de fines pacíficos por los demás. La Justicia correctamente entendida, es como Alejandro Hamilton la definiera: «El cemento de la sociedad».

Ahora consideraremos lo que es conocido como: «Justicia Social», aunque tanto en teoría como en la práctica, dista mucho de ser Justicia. La Justicia Social refleja la corriente de nuestros tiempos. Es de origen muy antiguo, aunque todavía sirve como bandera para políticos y planificadores que tratan de ganar votos para alcanzar el poder. La Justicia Social sirve únicamente para conquistar el poder, no tiene ninguna base racional y es simplemente una manifestación del complejo de Diosificación que hoy día afecta en gran parte de la humanidad.

En la práctica de la tan recantada Justicia Social, al individuo se le ignora por completo. En cambio a la población y a la economía se le considera globalmente; a los individuos se les clasifica vagamente como: ricos y pobres, y en las votaciones se les toma en cuenta como bloques de finqueros, asalariados, pensionados, minorías oprimidas, víctimas de desastres, personas desalojadas, habitantes de palomares, y muchas otras clases de grupos, en la guerra que se libra contra la pobreza.

Justicia Social es el juego por el cual se «roba al minoritario de Pedro para ayudar al mayoritario de Pablo». Esta forma de comportamiento político busca el beneficio de algunos a costa del sacrificio de otros y en realidad es una forma de lo enunciado por Marx en su fórmula: «de cada cual según su habilidad, a cada cual según su necesidad». No es el hecho de que la Justicia Social siga los lineamientos del pensamiento de Marx, lo que la condena, sino únicamente lo que atrae nuestra censura es el hecho de que la justicia queda burlada. Para apreciar la diferencia, sometamos los principios de la Justicia Social a algunas de las fórmulas usadas con anterioridad.

«La Regla de Oro». Si no estuvieras de acuerdo en aprobar que otros forcivoluntariamente te quitaran lo tuyo para apropiárselo, tampoco puedes pretender que se les quite a ellos para tu propio beneficio. La Justicia Social está en pugna con este principio.

«Universalidad». Si no puedes racionalmente aprobar la práctica del despojo legal por parte de otros como medio de enriquecerse, tampoco puedes aprobarlo como medio de enriquecimiento propio. La Justicia Social resulta totalmente antagónica a este principio.

«La persecución del propio bien, siempre que a los demás no se les prive del mismo derecho». La Justicia Social persigue exactamente el fin opuesto, o sea el de privar a los demás, para beneficio propio.

«Que no existan restricciones hechas por el hombre que impidan el desenvolvimiento de energías creadoras». La Justicia Social busca premiar al indolente, penando y restringiendo a los que han ejercitado su energía creadora.

La llamada Justicia Social es la mayor injusticia del hombre para con el hombre. En vez de cimentar y consolidar a la sociedad, fomenta la codicia del poder y privilegio y es la semilla que germina en la corrupción y caída del hombre.

Finalmente, la Justicia Social en modo alguno se ajusta a la pretensión de sus partidarios, quienes pretenden que es expresión de misericordia y de piedad. Estas virtudes son de carácter estrictamente personal y hallan expresión únicamente en la voluntaria donación de lo que es de uno, nunca en la acción de arrebatar y redistribuir las posesiones de los demás.

Los ciudadanos que actúan motivados por una educación moral y ética, pueden condonar una filosofía tal como la llamada Justicia Social, solamente en caso de no darse cuenta de la terrible injusticia involucrada en la misma.

Mi trayectoria metodológica

Por Robert Higgs

Este libro mío, el primero, se escribió en su mayor parte en 1969 y 1970 y se publicó en 1971, hace exactamente cuarenta años. En ese momento tenía menos de treinta años y acababa de terminar mi tesis de doctorado en economía en la Universidad Johns Hopkins.

En la Hopkins, me había formado completamente siguiendo los parámetros de la síntesis neoclásica que, en ese momento, tenía la supremacía en las mejores universidades de EEUU. Esta aproximación al análisis económico se basa en un fundamento epistemológico positivista: la teoría sirve como fuente de hipótesis empíricamente testables y, en el caso de que los datos no refuten la hipótesis, como un marco para entender las observaciones empíricas. Esta comprensión metodológica no se enseñaba tanto como se supone y los estudiantes la absorbían por ósmosis de sus profesores y de artículos y libros que les asignaban sus profesores.

Los argumentos presentados en este libro se basan explícitamente en esa aproximación. De hecho, su joven autor hace orgullosamente aportaciones a la economía neoclásica, sin ninguna señal de remordimiento acerca de la aproximación como tal, sino solo advertencias acerca de su mala aplicación o conclusiones injustificadas deducidas de ella. Incluso en mi Juventus, había aprendido a tener cuidado con los datos utilizados en pruebas empíricas y cuidarme de afirmar demasiado en las conclusiones alcanzadas en dicho análisis. Aun así, en ese momento, no albergaba ninguna duda (en realidad, mis profesores nunca me dieron ninguna razón para dudar) acerca de lo correcto de esta manera de hacer análisis económico.

De ahí que el libro rebose de afirmaciones acerca de teorías de las que pueden deducirse hipótesis testables y acerca de las pruebas realizadas para determinar si los datos refutan la hipótesis y por tanto ponen en cuestión la teoría subyacente o “modelo”. Aunque el libro no presenta casi ninguna econometría formal, mucho de su contenido representa mi traducción de los descubrimientos formales econométricos a un lenguaje comprensible para lectores no versados en teoría económica e inferencia estadística.

Cuando se escribió el libro, estaba muy de moda entre los historiadores económicos académicos la Nueva Historia Económica o cliometría y yo estaba orgulloso de presentarme como uno de los jóvenes caballeros que batallaba en la cruzada por rehacer el estudio de la historia económica siguiendo líneas más científicas, por hacer de la historia económica no la pobre hijastra de la economía, como había sido hasta entonces, sino un campo de la economía aplicada con completo derecho a estar en pie de igualdad con otras materias bien establecidas, como la economía laboral, las finanzas públicas y el comercio internacional. Los cliómetras buscábamos corregir los muchos errores cometidos a lo largo de los años por historiadores sin formación económica. Aunque es verdad que muchos de esos errores reclamaban una corrección, luego entendí al mirar atrás que estábamos demasiado pagados de nosotros mismos y teníamos (yo, sin duda) aún mucho que aprender sobre muchas cosas.

Tan pronto como empecé mi carrera académica, empecé a aprender estas lecciones. En parte, esta autoformación tomo la forma de aprender cómo trabajar como un artesano más hábil en el taller cliométrico. Pero en otra parte mi aprendizaje me llevó a seguir una larga trayectoria que me alejó de mi formación inicial y compromiso con el fundamento epistemológico positivista de la economía neoclásica. De hecho acabaría concluyendo que mi aceptación inicial de esta aproximación fue un error y llegaría a ver la práctica metodológica del análisis neoclásico de la corriente principal, no como una forma de ciencia, sino de cientifismo (una aplicación incorrecta de métodos apropiados para estudiar la naturaleza material, pero inapropiados para el estudio de la acción humana). Mi trayectoria de alejamiento de la epistemología neoclásica empezó con mi lectura de pbras de F.A. Hayek, lo que en su momento me llevó a las obras de Ludwig von Mises y otros economistas que escribían siguiendo la tradición austriaca. Aquí descubrí una aproximación al análisis económico que encontré mucho más convincente que el que había seguido en los primeros años de mi carrera.

Así que al leer mi Transformation of the American Economy después de 40 años tengo la inquietante sensación de que a pesar de su familiaridad fue escrito por otro. Ya no defiendo los pronunciamientos metodológicos del libro ni mucho de lo que éste presenta como “teoría económica moderna”. Aún así, no quiero pedir demasiado perdón. Una buena parte del análisis económico me sigue pareciendo sólida: después de todo, en el área conocida como microeconomía aplicada, los neoclásicos y los austriacos tienen posturas similares respecto de su comprensión básica de cómo están interrelacionados muchas acciones y acontecimientos. E incluso en relación con la econometría en la que confié durante los primeros 15 o 20 años de mi carrera, he llegado a creer que no toda mi obra (y la de otros en la misma línea) no valiera para nada. Sin embargo ahora creo que las estadísticas inferenciales (“pruebas de hipótesis” econométricas) no tienen un lugar defendible en la economía o las demás ciencias humanas. Sin embargo, si uno ve las conclusiones econométricas no como medio para realizar inferencia al probar hipótesis, sino sencillamente como estadísticas descriptivas, puede hacer un uso valioso de esas conclusiones al escribir historia económica. Pido al lector que entienda la presentación del libro bajo esta perspectiva.

Inflacionistas vestidos de lobos

Por Robert P. Murphy.

Desde hace tiempo vengo advirtiendo a mis lectores austriacos acerca de la amenaza inflacionista que viene, no del campo keynesiano, sino de los economistas de la Escuela de Chicago, por otra parte defensores del libre mercado. Algunos de los líderes de esta escuela “cuasi-monetarista” o “monetarista de mercado” son Scott Sumner, Bill Woolsey, David Beckworth y Lars Christensen. Su postura básica es que estamos en una severa depresión económica porque Ben Brnanke ha sido demasiado firme en política monetaria en los pasados tres años.

A pesar de que sus conclusiones me sorprenden por absurdas, estos cuasi-monetaristas son pensadores serios y sería una dura tarea criticar con detalle su postura. (He hecho algunos modestos esfuerzos aquí y aquí cuando defendieron la QE2). Aún así, a pesar de sus complejas demandas para que la Fed “se ocupe del crecimiento del PIB nacional”, cumpla expectativas y esas cosas, en la práctica su mensaje se están filtrando de segunda mano como reclamaciones de verdaderas entregas de papel moneda. Como veremos, no necesito hacer una caricatura: expertos como Matt Yglesias y Martin Wolf están reclamando abiertamente echar dinero desde un helicóptero como solución para nuestros males económicos.

Es una evolución muy preocupante. Igual que las intervenciones (que dificultaron la recuperación) de la administración Hoover a principios de la década de 1930 llevaron a un aumento masivo del gobierno bajo el New Deal y el abandono del patrón oro, también los paquetes de “estímulo” y otros programas fracasados de las administraciones de Bush y Obama nos han llevado al punto en que se está discutiendo seriamente la cruda impresión de dinero como una opción política.
Yglesias y Wolf, sobre la imprenta

Nuestra primera prueba es de nuestro querido progresista Matt Yglesias, que comentaba en el movimiento “Ocupa Wall Street” publicando en su blog:

Mi opinión es que la mejor demanda de todas [sería] “dinero gratis para todos nosotros”. Hay un montón de formas distintas de poder implantar esto, pero la forma general que los poderes fácticos son grandes creyentes en la importancia del canal del crédito para la recuperación económica y por tanto han estado dispuestos a proporcionar todo tipo de dinero gratis a quienes participan en el sistema bancario. La cancelación de la deuda es una forma de dinero gratis para los deudores. ¿Pero por qué dar dinero gratis solo a los bancos? ¿Y por qué dar dinero gratis solo a los endeudados? ¿Por qué no dinero gratis para todos? Por supuesto, “todos” incluye a los endeudados. Pero también incluye a la gente normal que no aprovechó la borrachera de crédito. Es una idea tan buena que suena casi a tontería. “Todos saben” que sencillamente no puedes dar dinero gratis a todos. Salvo que realmente puedes. La mayoría de las veces no sería recomendable hacerlo. A largo plazo el dinero es neutral y fabricar más dinero no te hace más próspero. Pero a corto plazo, el dinero gratis para todos impacta en los precios. La mayoría de las veces lo haría de una mala forma dislocante, pero bajo las circunstancias actuales, lo haría de una forma útil. No sé cuál es la mejor manera de convertir esto en un eslogan, pero se trata de que si las distintas instituciones que juntas constituyen “el gobierno” trabajaran juntas, podrían poner más dólares en nuestras manos. A los acreedores no les gustaría porque hacer esto devaluaría sus reclamaciones deudoras existentes, pero y qué.

Para el ojo desentrenado podría parecer como si Yglesias estuviera completamente privado de formación económica, pero realmente solo está dando un versión popular de la visión del mundo de los cuasi-monetaristas. La recomendación de Yglesias de que los manifestantes reclamen “dinero gratis para todos” es en realidad coherente lógicamente con las opiniones mucho más matizadas de los economistas académicos que he enlazado antes.

Cuando vi el post de Yglesias, estaba descorazonado, pero me tranquilizó el hecho de que, después de todo, era solo un joven disparando posts cortantes. Los miembros “serios” de la intelligentsia (gente por encima de los 50, que vuelan en jets privados y nunca han jugado al Grand Theft Auto) sin duda caerían en ese burdo inflacionismo, ¿verdad? Salvo que el distinguido columnista del FT Martin Wolf escribía recientemente:

Es la política que no se atreve a decir su nombre: la imprenta. Ha llegado el momento de emplear esta opción nuclear a gran escala. (…)

¿Qué hay que hacer? La primera tarea es abandonar lo que Adam Posen, un miembro externo del comité de política monetaria, llama “derrotismo político”. (…)

Por tanto, es vital sostener la demanda. Con la política fiscal en un estado de rigidez kamikaze y una política monetaria convencional casi agotada, eso nos deja la “flexibilización cuantitativa”. (…)

Personalmente, yo estaría a favor del “dinero en helicóptero” recomendado por ese economista radical, Milton Friedman. Sería una operación casi fiscal. El dinero del banco central podría pasar a través del gobierno a la gente. Alternativamente, el gobierno podría financiarse por el banco central, directamente. Mejor aún, el gobierno podría aumentar sus déficit, tal vez recortando impuestos y tomando fondos del banco central. Bajo cualquiera de estas alternativas, el banco central estaría actuando como cualquier otro banco, creando dinero por el acto de prestar.

En las circunstancias actuales, debería recomendarse a monetaristas y keynesianos una política de financiación directa del gobierno por el banco central. Los primeros tienen que preocuparse por el hecho de que el dinero amplio (M4) de Reino Unido disminuyó un 1,1% este año hasta julio. A los segundos tendría que agradarles que los gobiernos pudieran tener déficits aún mayores sin aumentar su deuda pública.

Hasta aquí ha llegado la discusión de la política monetaria: ya estamos discutiendo abiertamente hacer que el banco central imprima nuevo dinero para pagar las facturas del gobierno, y esto se supone que es estupendo porque no costará nada a los contribuyentes.

Esta situación resulta irónica porque durante los últimos tres años, los analistas han dicho cosa como “Ahora los inversores se contentan con bajos rendimientos en bonos a largo plazo, porque confían en que la Fed cumpla con su objetivo de inflación. Pero si pensaran en algún momento que la Fed está empezando a monetizar la deuda del gobierno (como ocurrió en Zimbabue) las apuestas serán inútiles y veremos un súbito aumento en las expectativas de inflación y rendimientos de los bonos”.

Esto nos sorprendía a algunos por ridículo, ya que por definición las QE1 y QE2 ern operaciones en las que la Fed creaba cientos de miles de millones de la nada para comprar deuda del Tesoro.

Sin embargo, al menos antes se podía perdonar a los analistas por no ver lo evidente. Después de todo, los funcionarios de la Fed hicieron un gran trabajo ocultando lo que estaban haciendo. Lo hacían parecer sensato como si el Tesoro público solo pasara por ahí, ocupándose de sus propios asuntos y la Fed dijera: “Eh, necesitamos comprar cientos de miles de millones de bonos de alguna organización para alcanzar nuestros objetivos de tipo de interés. ¿Alguna idea?”

Ahora que Martin Wolf (y un creciente coro de otros inflacionistas) está reclamando abiertamente que los bancos centrales moneticen los déficits, me pregunto si al menos clasificaremos la operación como monetización de déficits. Sería un avance.
Los austriacos y la elección pública contra Chicago

Entre otras lecciones, esta última evolución ilustra la importancia de tener distintas escuelas de pensamiento, incluso entre aquéllos que están generalmente a favor del libre mercado. Wolf está siendo completamente justo cuando cita a Milton Friedman, pues fue Friedman (junto con Anna Schwartz) quien es conocido que echó la culpa de la Gran Depresión a una política monetaria rígida. No podemos saber lo que diría hoy el propio Friedman si estuviera vivo, pero gente como Sumner ha dado una explicación convincente de que Friedman reclamaría más inflación.

En estas páginas he argumentado muchas veces que los tipos de interés artificialmente bajos y la inflación monetaria asignan incorrectamente recursos y en realidad dejan lista la economía para una crisis mayor; no voy a repetir aquí la argumentación. Déjeme solo repetir que es algo extraño echar la culpa de nuestros males actuales a una política monetaria “rígida”, cuando la base monetaria y el agregado monetario M1 se muestran así:

Figure 1

He tenido antes estas discusiones con los cuasi-monetaristas y siempre llegamos a un punto muerto: ellos se centran en cosas como los “precios inflexibles”, la demanda de dinero y el “crecimiento esperado de la renta total”, mientras que yo me centro en el papel coordinador de los precios de mercado y la estructura del capital.

A la vista de las reclamaciones de “dinero gratis” (para todos o para los gobiernos, respectivamente) de Yglesias y Wolf, tal vez la escuela económica de la elección pública tendría algo que decir. Una vez que dejamos que el genio de la inflación salga de la botella (aunque fuera “lo correcto” en estos tiempos inusuales) ¿no podrían ver los economistas del libre mercado que nunca volverá a ella?

Por ejemplo, si la Fed realmente garantizara una renta básica a todos los estadounidenses (como explicaba Yglesias en un post anterior de su blog) ¿no sería esa política tan difícil de eliminar como la Seguridad Social? Si la Fed empezara a hace préstamos directamente a empresa de tamaño pequeño y mediano (como explica Wolf en su artículo), ¿no se vería irremisiblemente politizada la asignación de capital?
Conclusión

El mundo ha estado en un entorno extraño en los últimos tres años, en los que expansiones masivas en los balances de los bancos centrales no han llevado una gasolina a 10$ y a barras de pan a 5$. Independientemente de que qué escuela de pensamiento pueda explicar mejor estos acontecimientos, todos vamos a lamentar el hecho de que la gran lección que produce este episodio es que la impresión de dinero puede producir prosperidad. Ahora que esta idea ha enraizado firmemente, hará falta una gran caída en el poder adquisitivo del consumidor que recuerda a todos por qué “inflación” solía ser una palabrota.

La crisis estatista de Europa

Deuda

Leonardo Ravier

Lo que está en crisis, estimado lector, es el estatismo nacional (a través de un sistema económico-financiero deficiente) que ha manipulado la economía creando burbujas; y el estatismo europeo que está creando organismos y políticas interventoras.

La crisis económica que estamos viviendo es el resultado directo de la expansión crediticia de los países miembros de la zona euro. Los Estados griego, irlandés, portugués y español han expandido crédito sin base en ahorro real, han reducido los tipos de interés de manera artificial, y han creando la ilusión de que en sus economías había dinero para invertir y crear riqueza. La expansión la prolongaron durante más de 10 años, y la crisis creada por el artificio estatista de los diferentes estados europeos aún no ha mostrado su lado más duro y difícil.

Estamos asistiendo a una de las mayores crisis político-económicas de la historia. Sin embargo, el centro político de la Unión Europea pretende animar y transmitir confianza a toda la ciudadanía de la zona euro explicándonos cómo harán para sacarnos de la crisis. Resulta paradójico que un Super-Papá-Estado pretenda explicarnos a mí, y a ti, cómo hará para rescatarnos de las irresponsabilidades político-económicas que los diferentes Papás-Estados han creado.

Pero ¿realmente la Unión Europea tiene una solución a los problemas económicos y financieros que sufren los distintos estados? El panorama a corto y medio plazo es el siguiente. A mediados de octubre se habrán aprobado las reformas del nuevo mecanismo de rescate (presentado por el Eurogrupo el 21 de julio) con el visto bueno de los 6 países restantes que se sumarán al anhelo germano de una "Unión Europea estable". Seguidamente, con la ampliación del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, se realizará un "rescate" masivo de los países con problemas de deuda (que amenazan la estabilidad y credibilidad de la zona euro y su moneda). A través del FEEF se recomprará deuda de los países con mayores problemas financieros, y se recapitalizarán algunos bancos "demasiado grandes para caer". Así, la UE seguirá generando una nueva oleada de ilusión de estabilidad financiera que hará subir algunos puntos las bolsas de la comunidad. En pocas palabras, deuda que sigue generando más y más deuda en toda la zona euro. Finalmente nos dirán que el fondo no es suficiente, y los distintos estados con problemas de deuda necesitarán, como es lógico, más y más deuda para recapitalizarse. Deuda, querido lector, que siempre, tarde o temprano, la ciudadanía activa de los diferente estados debe pagar con su bolsillo a costa de mayor trabajo, sacrificio, tiempo y energía.

Lo que está en crisis, estimado lector, es el estatismo nacional (a través de un sistema económico-financiero absolutamente deficiente) que ha manipulado la economía creando burbujas (en nuestro caso principalmente inmobiliarias); y el estatismo europeo que está creando organismos y políticas interventoras, prosiguiendo con las mismas políticas keynesianas, con ingentes cantidades de dinero creado de la nada, procurando crear y sostener la ilusión de progreso, estabilidad y riqueza que a largo plazo se transformarán, sin duda, en un retroceso considerable del nivel de vida europeo, inestabilidad económica y financiera por muchos años, y pobreza creciente para nuestros hijos y nietos.

Resulta urgente, por tanto, una reforma real del sistema financiero y bancario en todos los estados miembros de la Unión Europea que acabe con todos los organismos actuales y venideros que pretendan manipular la moneda. Sobre dichas reformas escuchará poco y nada en los medios de confusión, pero ten muy presente que la deuda, la irresponsabilidad estatista nacional y la mentira europea la pagas tú y tus generaciones venideras.

Leonardo Ravier es Secretario de Política Económica del P-Lib

Alberto Recarte: "Si se hacen reformas estructurales, España podría volver a crecer"

En esta cuarta entrega, se analiza la crisis de deuda pública de la Eurozona: cómo se ha llegado hasta aquí y cómo puede iniciarse la recuperación.

"Si se hacen las reformas estructurales, la economía española podría volver a crecer". Éste es el esperanzado mensaje con el que Alberto Recarte transmite en la cuarta entrega de su Informe Recarte III. Entre la Segunda Recesión y las reformas, en la que analiza los problemas que aquejan a la zona euro, los errores cometidos en la búsqueda de una solución a la crisis griega y el camino que debe emprender la economía española si no quiere acabar en la misma situación que la helena.

En relación a España, es evidente que es difícil ser optimista en una situación como la actual. Recarte no pone paños calientes a una coyuntura complicada y admite que "si no funciona el segundo rescate de Grecia, ni el primero de Portugal, no se puede avanzar en la formación de un gobierno europeo ni en la emisión de bonos europeos y España no hace rápidamente todas las reformas que necesita, será difícil que no terminemos por suspender pagos". Es decir, que la temida bancarrota del Tesoro hispano puede estar a la vuelta de la esquina.

Sin embargo, junto a este análisis, que deja en evidencia la gravedad de la situación, el presidente de Libertad Digital deja abierta una pequeña puerta a la esperanza. Porque todavía hay una posibilidad de salvación: que España acometa "las reformas estructurales" que le permitan "volver a crecer". Aunque es igualmente cierto que "para que los cambios estructurales tengan efectos positivos en la competitividad y en el crecimiento, hace falta tiempo" y por eso, el Gobierno que salga de las urnas debe ponerse manos a la obra cuanto antes.

Eso sí, el camino está perfectamente trazado en el texto de Recarte: para evitar una "situación límite, que desembocaría en el cierre de los mercados financieros", España debe seguir una senda similar a la que se le pide a Grecia en estos momentos: "terminar la recapitalización del sistema financiero, cumplir los objetivos de déficits públicos, hacer las reformas estructurales necesarias para recuperar la competitividad –mercado de trabajo y convenios colectivos- y crecer lo suficiente como para equilibrar las finanzas públicas". No es una tarea fácil, pero es la que hay que acometer para salvar al país del abismo de la bancarrota.

En este sentido, Recarte también apunta a que "en las actuales circunstancias, a España le interesa reforzar las instituciones europeas, el BCE, el Fondo de Estabilidad e incluso apoyar la formación de un gobierno europeo", todo con el objetivo de devolver la confianza a unos inversores que hace tiempo que miran con aprensión a las economías periféricas de la UE. Porque además, "la ruptura del euro sería dañina para todos los países, miembros o no del euro. Las consecuencias serían peores para los países más endeudados".

Por cierto, Recarte destaca los graves resultados que para todo el país tendría un fracaso. No sólo la economía se vería afectada: tan importantes, o aún más, serían las consecuencias políticas y sociales. Porque si España no consigue superar este histórico reto se encontraría "con una crisis económica mucho más grave que la actual y con el estallido de las actuales instituciones políticas. Entraríamos en un periodo constituyente, con tensiones separatistas exacerbadas en el País Vasco y Cataluña, y un malestar social creciente, pues el desempleo podría volver a crecer, sin posibilidades de poder pagar las prestaciones y ayudas sociales a las que se ha habituado la sociedad española".

Sicario. Confesiones de un asesino de Ciudad Juárez


Charles Bowden

Confesiones de un asesino de Ciudad Juárez

Formó parte del brazo ejecutor del narcotráfico en la frontera norte. Su itinerario puede resumirse así: “infancia, policía, narco, Dios”. En la habitación de un hotel, mientras huía de sus antiguos jefes, el asesino de 250 hombres le hizo al periodista Charles Bowden una relación estremecedora.

monstruo

Estoy listo para la historia de los que vieron su rostro antes de morir.

Mientras tomaba café e intentaba organizar las preguntas en mi cabeza, un reportero de nota roja fue ejecutado en Ciudad Juárez frente a su hija de ocho años; estaban sentados en el coche, calentando el motor. Esta mañana, manejando hacia acá, me rebasó un Toyota. Tenía una calcomanía en forma de corazón que rezaba “Amo el amor”. Yo intentaba recordar cómo había conseguido esta cita.

Me encontraba en una ciudad lejana. Un tipo me habló de un asesino a sueldo al que había escondido. Me dijo que al principio le daba miedo, pero que luego había descubierto que era muy útil. Limpiaba todo, cocinaba siempre, e incluso se hincaba para lustrarle los zapatos. “Le di asilo de favor”, explicó.

“Lo quiero”, contesté, “quiero escribir su historia”.

Por eso vine aquí.

El hombre al que espero ha dicho: “No me conoces. Nadie puede perdonarme por lo que he hecho”.

Se siente orgulloso de su trabajo. Los buenos asesinos dibujan un patrón muy preciso sobre la puerta del conductor. No rocían balas por todo el coche, no, trazan un dibujo que va de la puerta al pecho de la víctima. El reportero recién asesinado recibió una secuencia así: 10 balas de 9 mm. A su hija ni la rozaron.

Espero.

Me gustan las cosas bien hechas.

La primera llamada llega a las 9:00 y dice que debo esperar otra a las 10:05. Así que manejo 80 kilómetros y espero. La de las 10:05 me dice que aguante hasta las 11:30. La de las 11:30 no llega, así que espero y espero. En el local de al lado hay una tienda de juegos frecuentada por hombres que quieren dominar un mundo virtual. Adentro de la cafetería se respira una calma meticulosa, todo está limpio.

Estoy en un lugar seguro. No voy a decir el nombre de la ciudad, pero está lejos de Juárez y cerca del río. La llamada llega a mediodía.

Nos vemos en un estacionamiento, nuestros coches lado a lado como cuando se reúnen dos patrullas. Le paso unas fotografías. Él les echa un vistazo y me dice que vaya a una pizzería. Una vez ahí, dice que debemos encontrar un lugar tranquilo porque habla muy alto. Rentamos un cuarto de motel. Nada de esto puede ser arreglado previamente porque eso me permitiría tenderle una trampa.

Revisa las fotografías; son imágenes que nunca salieron en los periódicos. Clava su dedo en un tipo que está parado junto a un cuerpo semienterrado: “Esta fotografía puede costarte la vida”, dice.

Le muestro la foto de la mujer. Se ve hermosa, toda vestida de blanco y perfectamente maquillada. Le escurre sangre por la boca y la luz del amanecer acaricia su rostro. Esa imagen y yo tenemos una historia. En una ocasión estuve a punto de publicarla en una revista cuando mi editor recibió la llamada de un tipo aterrorizado, el hermano de la chica, que le preguntó: “¿Quieres que me maten? ¿Quieres que maten a toda mi familia?”. Recuerdo que el editor me llamó y me preguntó qué es lo que el tipo había querido decir. “Exactamente lo que dijo”, contesté.

Ahora el hombre ve a la mujer y me cuenta que era la novia del jefe de los sicarios de Juárez, y que los jefes del cártel pensaron que hablaba demasiado. No es que hubiese mencionado la ubicación de algún cargamento o algo por el estilo, simplemente hablaba demasiado. Así que le dijeron a su novio que la matara y eso hizo. Porque si no, él tendría que morir.

Pisamos terreno antiguo. La palabra sicario se remonta a la Palestina romana, cuando la secta judía de los Sicarii mataba a los romanos y a sus partidarios con una pequeña daga (sicae) que escondían entre sus ropas.

Se inclina hacia mí. “Vicente —el jefe del Cártel de Juárez— podría matarte si tan sólo pensara que estás hablando por ahí”.

Estas fotografías pueden costarte la vida. Las palabras pueden costarte la vida. Y todo esto sucederá, y morirás, y la oración jamás tendrá sujeto, será simplemente un objeto que se desploma muerto en el piso.

Siento como si estuviera cayendo en una especie de pozo, una zona oscura que rezumba por debajo de la ciudad, un lugar donde la realidad es más dura y los hechos absolutos. Pienso que he estado viviendo en un mundo fantástico de leyes, teorías y sucesos lógicos. Ahora estoy en un país donde matan a la gente por capricho, y donde una hermosa mujer aparece tirada, con sangre escurriendo de su boca y el cuerpo envuelto en una serie de explicaciones que, en realidad, no tienen nada que ver con lo que en verdad pasó.

He esperado este momento durante años. No es la primera vez que estoy con un asesino. En una ocasión anduve de fiesta con 200 tipos armados en un hotel de México durante cinco días seguidos. Pero ellos no estaban interesados en contarme sus crímenes. Él sí.

Nunca lo distinguiríamos. Su estatura es promedio; se viste como obrero, con botas de trabajo y gorra. Si estuviera parado junto a ti en un puesto de control, no podrías dar una descripción física cinco minutos después. No tiene nada que llame la atención. Nada.

Tiene dedos muy gruesos y manos muy grandes. Su cara no tiene expresión. Su voz es fuerte pero plana.

Pasa inadvertido. Así es, en parte, como logra matar.

“Juárez es un cementerio. Yo he cavado la tumba de 250 cuerpos”, dice.

Asiento con la cabeza porque sé a qué se refiere. Los muertos, los 250 cuerpos, son detalles, gente que él ha desaparecido, enterrándola en agujeros mortales. La ciudad está tachonada de estas tumbas secretas. Apenas hoy, las autoridades encontraron un esqueleto. Gracias a la ropa podrida los expertos dedujeron que los huesos eran de un hombre de 25 años. Tan sólo uno de la legión de muertos escondidos en Juárez.

Por eso estoy aquí. He pasado 20 años de mi vida intentando llegar a este momento sin acabar en uno de esos agujeros. En esa fiesta de los 200 asesinos, un policía federal intentó matarme. El anfitrión lo detuvo, y yo seguí con mi deshilachada vida. Pero he llegado a este cuarto para sacar a la luz mis propios muertos, los miles de muertos que han llegado a mi escritorio durante mis guardias de reportero. He publicado dos libros sobre la carnicería de esa ciudad, he reporteado ahí desde 1995, cuando mataban en Juárez a 200 o 300 personas al año, hasta 2006, cuando fueron asesinadas mil 607. Esa es la cifra oficial —nadie lleva la cuenta de los levantados y desaparecidos. Yo soy prisionero de todas estas muertes.

Nos sentamos con un traductor en una mesa redonda de madera; las cortinas están cerradas.

“Todo lo que diga se queda en este cuarto”, advierte.

Asiento y sigo tomando notas.

Así empieza: nada puede salir del cuarto, aunque estoy tomando notas y a pesar de que sabe que voy a publicar lo que me cuente porque se lo aviso. Estamos entrando en un territorio que ninguno de los dos conoce. Yo no puedo repetir nunca lo que él me cuente aunque le digo que lo voy a hacer. Nada puede salir de este cuarto aunque él ve cómo escribo en una libreta negra. No sé su nombre ni puedo verificar nada de lo que me diga. Pero este asesino tiene pedigrí, se lo dio el hombre que nos puso en contacto: un hombre que alguna vez usó sus servicios, un ex miembro de un cártel y mando de la policía estatal al que ahora le debo un favor.

Me pide que le toque el tricep de su brazo derecho. Le cuelga como una llanta desinflada. “Ahora”, dice, “siente mi brazo izquierdo”. Nada le cuelga ahí.

Se pone de pie y me hace una llave china. Podría romperme el cuello como si fuera una rama.

Se vuelve a sentar.

Le pregunto cuánto cobraría por matarme.

Me tasa con una mirada tranquila y dice, “cinco mil dólares cuando mucho, probablemente menos. No tienes poder ni conexiones con el poder. Nadie me perseguiría si te matara”.

Estamos listos para empezar.

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Le pregunto cómo se convirtió en asesino. Sonríe y me responde: “Me creció el brazo”. Después agarra una hoja de papel, dibuja cinco líneas verticales, y escribe con tinta negra: “INFANCIA, POLICÍA, NARCO, DIOS”. Las cuatro fases de su vida. Luego comienza a tachar las palabras hasta que no queda nada en la hoja salvo un bloque de tinta.

No puede dejar rastros. No puede renunciar a los hábitos de toda una vida. Trato de agarrar la hoja pero me la arrebata. Y se ríe. Creo que de ambos.

“Cuando creía en el Señor”, dice “huía de los muertos”.

“Mi infancia fue normal”, insiste. No va a tolerar la explicación facilona de que es producto del abuso.

“Éramos muy pobres, estábamos muy necesitados”, continúa. “Llegamos del sur a la frontera, para sobrevivir. Mi gente se metió a la maquila. Yo fui a la escuela. Mi padre no me maltrataba. Mi padre trabajaba, era un hombre trabajador. Entraba a las seis de la tarde y salía a las seis de la mañana, seis días a la semana. El resto del tiempo dormía. Mi madre hacía las veces de madre y padre. Limpiaba casas en El Paso tres veces a la semana. Había que alimentar a 12 niños”.

Se calla para ver si entiendo. No quiere ser una víctima, ni de la pobreza ni de sus padres. Se hizo asesino porque es una manera de vivir, no por algún trauma. Sus ojos son limpios e inteligentes. Y fríos.

“Una vez”, recuerda, “mi padre me llevó a mí y a tres de mis hermanos al circo. Llevamos nuestro chili y nuestras galletas para no gastar. Ese fue el día más feliz de mi vida. Y la única vez que mi padre me llevó a algún lado”.

Pero ahora vamos a hablar de la época en que trabajó para el diablo.

Está en la prepa cuando la policía estatal lo recluta junto con algunos de sus amigos. Reciben 50 dólares por pasar coches por el puente de El Paso; luego los estacionan y se van. Nunca saben qué hay en los coches y nunca preguntan. Después de la entrega los llevan a un motel donde siempre hay mujeres y coca disponibles.

Deja la escuela porque no tiene dinero. Y luego la policía echa mano de su grupo de amigos que ha movido droga para ellos en El Paso y los manda a la academia de policía. En su caso, como sólo tiene 17 años, el alcalde de Juárez interviene para que pueda entrar.

“Nos pagaban 150 dólares a la semana como cadetes”, dice, “pero de El Paso nos mandaban un bono de mil dólares mensuales. Todos los días había droga y alcohol para armar fiestas en la academia. Los fines de semana sobornábamos a los guardias para ir a El Paso. A mí me mandaron a la escuela del FBI; me enseñaron a detectar armas, drogas y vehículos robados. El entrenamiento fue muy bueno”.

Después de la graduación, ningún departamento lo quería porque era demasiado joven. Pero los agentes estadunidenses insistieron en que le dieran un buen rango. Y se lo dieron.

“Tenía a ocho personas bajo mi mando”, continúa. “Dos eran buenos y honestos. Los otros seis andaban metidos en drogas y secuestros”.

Hay dos unidades de la policía del estado en Juárez especializadas en secuestro, y la suya era una de ellas. La comisión oficial para ambas era detener los secuestros. Pero, en realidad, una unidad secuestra a la persona y se la da a la otra para que la mate, procedimiento más rápido que el de cuidarla mientras esperan el rescate. A veces fingían descubrir el cuerpo días después del secuestro.

Así era el Juárez disciplinado que alguna vez conoció. Después, en julio de 1997, muere Amado Carrillo Fuentes, líder del Cártel de Juárez. Eso fue un “terremoto”. El orden se derrumbó. Los pagos a la policía del estado provenientes de una cuenta en Estados Unidos se terminaron. Y cada unidad tuvo que arreglárselas por sí sola.

“No tengo una idea clara de cómo y cuándo me convertí en sicario”, afirma. “Al principio, levantaba gente y se la entregaba a los asesinos. Y luego mi brazo comenzó a crecer porque estrangulaba gente. Podía ganar 20 mil dólares por un asesinato”.

Antes de la muerte de Carrillo, no era fácil meter coca en Juárez porque “si abrías un kilo, te mataban”. Así que él y su tropa cruzaban el puente hacia El Paso para hacer negocios. Para ese momento controla a una banda de secuestradores y asesinos, trabaja para un cártel que almacena toneladas de cocaína en bodegas clandestinas en Juárez, y tiene que entrar a Estados Unidos para conseguir las suyas.

Eso cambió después de la muerte de Carrillo. Le entró duro a la coca, las anfetaminas y el alcohol; podía estar despierto una semana. También fue en esa época cuando adquirió sus habilidades: estrangulamiento, asesinato con cuchillo y pistola, acribillamiento de coche a coche, tortura, secuestro, y desaparición de personas, a las que simplemente enterraba en un hoyo.

Menciona el caso de Víctor Manuel Oropeza, un doctor que escribió una columna para un periódico. En ella relacionaba a la policía con el narco. Fue acuchillado en su oficina en 1991.

“La gente que lo mató fue la que me entrenó. Los sicarios no nacen, se hacen”.

Él se convirtió en un hombre nuevo en un mundo nuevo.

A ojos del gobierno estadunidense, la industria de la droga en México está muy organizada, los cárteles están estructurados como corporaciones que realizan juntas de trabajo periódicamente. Pero a ras de tierra, con los sicarios, no hay estructura que valga. Él mata por todo México, trabaja para varios grupos, pero nunca sabe cómo están conectadas las cosas, nunca conoce en persona a los jefes y nunca hace preguntas. Así, recorre los múltiples puestos fronterizos de su imperio subterráneo, pero lo hace sin mapas ni directorios. Pertenece a una célula y sólo puede traicionar al puñado de gente de su célula. Nunca sabrá bien a bien qué cártel le paga.

Me habla de un jefe —un lugarteniente de Vicente Carrillo Fuentes que actualmente encabeza el Cártel de Juárez—, “un hombre lleno de odio, un hombre que odia incluso a su propia familia. Podría cortar a un bebé en frente de su padre para hacerlo hablar”.

Dice que ese hombre es una bestia. Ahora divaga, está regresando a un tiempo y un lugar que ya abandonó, el coto de caza en el que masacraba y derrochaba cinco mil dólares en una tarde. Recuerda cuando unos fuereños trataron de llegar a Juárez para apoderarse de la plaza, de la frontera. Al principio, la organización los mataba y los colgaba de cabeza. Después, durante un tiempo, les hacían el nudo de corbata colombiano: la garganta cortada, la lengua pendiendo por la raja. Luego hubo una avalancha de “collares”: el cuerpo quemado era encontrado con un remate carbonizado en lugar de la cabeza, los hilos metálicos de las llantas abrazaban a los cadáveres como aros ennegrecidos.

Ha vivido como un dios que destruye mundos. La habitación está inmóvil, demasiado quieta, la televisión es un ojo en blanco, el beige de las paredes lo anestesia todo, el ventilador da vueltas. Sus brazos descansan en la mesa de madera. Todo se siente sólido, todo está tranquilo.

Pero su cara refleja miedo. No miedo de mí sino de algo que ninguno de los dos puede definir, una máquina de muerte sin conductor a la vista. No existe un cuartel del que se tenga que escapar, no existe ningún jefe del que deba cuidarse. Alguien dio luz verde y ahora cualquiera que conozca el contrato puede matarlo y reclamar el dinero. El nombre de su asesino es legión.

Puede esconderse, pero eso sólo compra un poco de tiempo, y si comete un error grave acabará muerto. Sus cazadores pueden ser pacientes. Es como un billete de lotería que un día alguien cobrará. La máquina de matar corre desbocada por las calles, las armas listas, siempre en el camino, sin dirección, merodeando al azar en busca de sangre fresca. El día llega y se va, y matan a 10. O más. Ya nadie es capaz de llevar la cuenta, además, algunos cuerpos simplemente desaparecen y es imposible rastrearlos.

Me mira.

“Quiero hablar de Dios”, dice.

“Llegaremos a esa parte”, le respondo.

Él es el asesino y no sabe quién está a cargo, así como, por lo general, no sabía la razón por la cual mataba a sus víctimas. Morirá. Alguien lo matará. Y nadie se dará cuenta.

Ningún lugar es seguro, lo sabe. Una familia estadunidense debía dinero de un negocio, así que secuestraron a uno de sus hijos de 14 años y a un amigo y los trajeron para acá. Un tipo los mató con una botella rota y luego se bebió un vaso de su sangre. Sabe cosas así por lo que ha hecho. Sabe que cruzar la frontera es fácil porque lo ha hecho muchas veces. Sabe que los cateos y los registros son una burla porque ha entrado y salido con armas. Sabe que todo ha sido penetrado, que no se puede confiar en nada, ni siquiera en la solidez de la mesa de madera.

Las ásperas fogatas que alumbran las chozas de los pobres, el olor acre de pólvora quemada que desprende un cartucho gastado, una olla vieja con aceite donde hierve un cerdo que se convierte en carnitas, las caravanas de autos marchando en la noche, los vidrios polarizados, la procesión va y viene y tú miras pero no observas porque si ellos se detienen, aunque sea por un instante, te levantan y te llevan a la muerte que aguarda, los agujeros que cavan cada mañana en la tierra sucia del camposanto, las tumbas como un acertijo y una promesa enorme, bocas hambrientas a la espera de los muertos de la mañana, de la tarde y de la noche, cuatro personas se sientan afuera de su casa al anochecer, la balas ladran, dos mueren poco después de la descarga, y los otros dos son recogidos por la familia, que los lleva de hospital en hospital y a casas oscuras porque nadie los quiere curar. Los asesinos tienen manera de seguir a su presa hasta la sala de Urgencias para terminar el trabajo.

Tiene los brazos apoyados en la mesa mientras esas bocanadas de Juárez nos acarician la cara, pero no hablamos de ello.

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No puedo explicar el dibujo de una ciudad que ofrece tanta muerte pero hace lo posible para que todo el mundo se sienta vivo. Así que no hablamos de eso pero de alguna forma lo discutimos con nuestro silencio. Por un momento, los dos intentamos regresar a ser las personas que éramos antes de todas las muertes, de la tortura, del miedo. Él quiere vivir sin el poder que tiene sobre la vida y la muerte, y duda si puede lograrlo sin el dinero. Yo quiero borrar mi memoria, habitar un mundo en el que no sepa nada de sicarios y pueda pensar en la cena y no en los cadáveres frescos que decoran las calles. Hemos seguido caminos diferentes que llevan a la misma plaza, y ahora nos sentamos y hablamos e imaginamos cómo regresar a casa.

Yo crucé el río hace como 20 años —no recuerdo la fecha con exactitud porque aún no sé qué significa cruzar la frontera, excepto que ya nunca regresas. Sólo sé que la crucé y ahora naufrago en una costa distante. Es como matar. “Háblame de tu primer asesinato”, le pregunto, y me dice que no lo recuerda, y yo sé que no está diciendo la verdad pero que tampoco miente. Algunas veces simplemente no puedes alcanzarlo. Abres ese cajón, tu mano se paraliza y simplemente no puedes alcanzarlo. Está frente a ti pero aún así no lo alcanzas, así que dices que no te acuerdas.

Tiene una pluma verde y una libreta. Tiene páginas impresas de internet, sobre todo de mí. Ha pasado 10 horas investigándome, dice. Como tantos peregrinos, está buscando un testigo, alguien que pueda entender su vida. Decidió que conmigo sería suficiente. Ahora está relajado. Antes, su cuerpo estaba encorvado, sus hombros amenazantes, y esas manos entrenadas y talentosas… Traía puesta una gorra que escondía su pelo y sonreía de vez en cuando.

Ahora es alguien diferente, un hombre que ríe, su cuerpo casi fluye, sus ojos ya no son dos carbones negros, ahora están radiantes y bailan mientras habla.

“No somos monstruos” explica. “Tenemos educación, sentimientos. Yo podía dejar de torturar a alguien, ir a cenar con mi familia y regresar. Desconectas ciertas partes de tu mente. Es un trabajo, sigues órdenes”.

Durante algún tiempo su pasado estuvo muerto para él, lo desconectó. Pero ahora está de regreso. Piensa que Dios me envió para que otros conozcan su historia.

Como todos, quiere que su vida tenga un significado, y yo debo escribirlo y mostrárselo al mundo. Debe tener cuidado, por supuesto. Cuando abandonó esa vida hace dos años, la organización le puso precio a su cabeza: 250 mil dólares. No sabe si la cifra ha aumentado, pero no cree que haya disminuido. Por ahora, sabe que Dios lo protege a él y a su familia, pero aún así debe cuidarse.

“Ya no hago cosas malas”, dice, “pero no puedo dejar de ser precavido. Es un hábito. Así me siento seguro. Ya me han matado dos veces, ¿sabías?”.

Se levanta la camisa y me enseña las cicatrices de dos ráfagas de AK-47 que recibió en distintos momentos.

“Estuve en coma durante un tiempo”, prosigue. “Pesaba 130 kilos cuando llegué al hospital, a un narcohospital, y salí pesando 60”.

Había sido un error. La organización pensó que había filtrado datos sobre el asesinato de un columnista, pero resultó que el informante era el mismo al que le habían pagado para intervenir los teléfonos. Así que lo mataron y luego “se disculparon conmigo y me pagaron un mes de vacaciones en Mazatlán que incluía mujeres, droga y alcohol. Tenía como 24 años”.

Le da un sorbo a su café. Está listo para empezar.

Recuerda que cuando le pregunté sobre su primer muerto me dijo que no se acordaba porque en esa época se metía mucha droga y bebía mucho. Es mentira. Se acuerda muy bien.

“La primera persona que maté… Bueno, éramos policías estatales y estábamos patrullando”, dice. “Le hablaron a mi compañero al celular y le dijeron que el hombre que buscábamos estaba en un centro comercial. Así que fuimos ahí, lo agarramos y lo metimos en el coche”.

Otros dos sujetos entran en el coche, identifican al objetivo y se van. Son los que están pagando para matarlo.

Él y su compañero utilizan el código policiaco para homicidio: cuando alguien usa el número 39, quiere decir que hay que matar a la persona.

El tipo al que levantan había perdido 10 kilos de coca; la droga pertenecía a los otros dos.

Su pareja conduce, mientras él se pasa a la parte de atrás con la víctima.

La presa asegura que le dio la droga a otra persona. En ese momento su compañero dice “39” y él lo mata al instante.

“Era algo automático”, explica. Manejan durante horas con el cuerpo mientras beben. Finalmente, se dirigen a un parque industrial, levantan una coladera y arrojan el cadáver por la cloaca. Por este trabajo le pagaron 30 gramos de coca, una botella de whisky y mil dólares.

“Me dijeron que había pasado la prueba. Tenía 18 años”.

Se registra en un hotel y se mete coca y alcohol durante cuatro días.

“A la policía no le importaba si estabas borracho. Si querías que nadie te molestara le dabas cien pesos al cuidador y nadie te llamaba”.

Después de su bautizo, se mete al negocio del secuestro y entra en un mundo nuevo. Pronto empieza a viajar por todo el país. Trabaja para la policía pero cuando le asignan una misión simplemente pide licencia.

En algunos de los secuestros en los que participa sólo importa el dinero del rescate. Pero cientos más tienen un propósito distinto.

“Te decían, ‘Levanta a ese tipo. Perdió 200 kilos de mariguana y no los pagó’. Yo lo levantaba en mi carro de policía y lo aventaba en alguna casa de seguridad. Horas después, alguien me llamaba porque había que deshacerse del cuerpo”.

“Así fue el inicio de mi carrera después de pasar aquel examen. Durante unos tres años viajé por todo México. Una vez hasta fui a Quintana Roo. Siempre andaba en un carro oficial de la policía. A veces íbamos en avión pero casi siempre manejábamos. Para pasar los retenes militares enseñábamos un documento oficial que aseguraba que estábamos transportando a un prisionero. El documento tenía un número de expediente falso”.

Es el guía de un México alternativo, un lugar donde los ciudadanos son llevados de casa de seguridad en casa de seguridad sin dejar huella para las agencias y los jueces. Cuando él llegaba a algún lugar, la víctima ya había sido secuestrada. Él simplemente la recogía para transportarla.

Controlarlos era fácil porque estaban aterrorizados.

“Cuando ellos veían que era un carro oficial yo les decía: ‘No se preocupen, todo va a salir bien. Van a regresar con su familia. Pero si no cooperan, los vamos a drogar y a meter en la cajuela, y no les aseguro que lleguen al final del viaje’ ”.

El combustible del viaje es la coca. Él y su compañero siempre se visten bien para ese tipo de trabajos —la organización les da cinco o seis trajes nuevos cada tanto. No tienen residencia fija pero viven en varias casas de seguridad donde les dan comida y drogas. Pero no mujeres. Porque esto es estrictamente un negocio.

Casi no hacen labor policial; trabajan de tiempo completo para los narcos. Ese fue su verdadero hogar durante 20 años, en un segundo México que oficialmente no existe pero que cohabita sin cortapisas con el gobierno. En sus múltiples viajes para amordazar, torturar y matar, nunca ha sido interceptado por las autoridades. Él es parte del gobierno, de la policía, y tiene a ocho agentes bajo su mando. Pero su verdadero jefe es la organización, él asume que es el Cártel de Juárez, aunque nunca pregunta porque sabe que las preguntas pueden ser mortales. Le dieron un sueldo, una casa y un coche. Y prestigio.

Calcula que el 85 por ciento de la policía trabaja para la organización. Pero incluso en un día soleado apenas reconocería a alguien del cártel que lo emplea. Forma parte de una célula, por encima de él hay un jefe, y arriba del jefe una zona llena de poder que no visita ni conoce. Estima también que de cada cien personas que transporta, dos recuperan su vida. El resto muere. Despacio, muy despacio.

En cada casa de seguridad puede haber entre cinco y 15 víctimas. Están vendados todo el tiempo, y si por alguna razón se les cae la venda, los matan. A veces los sientan en una silla frente a la televisión, los destapan por un instante y les muestran videos de sus hijos en la escuela, de sus esposas comprando, de la familia en la iglesia. Les muestran el mundo que han dejado atrás y les hacen saber que si el dinero no llega ese mundo desaparecerá, será destruido. Los vecinos nunca se quejan de las casas de seguridad. Ven que están rodeadas por carros de policía y se quedan callados.

Puede que las víctimas tengan un millón de dólares, pero para cuando termina el trabajo ya les quitaron todo, su fortuna entera, y tal vez, sólo tal vez, dejan que la mujer se quede con la casa y el coche. Hay gente que vive secuestrada dos o tres años. Después de darles de comer, los golpean, así empiezan a asociar la comida con el dolor. Muy de vez en cuando llega la orden de soltar a un prisionero. Los llevan vendados a algún parque y les dicen que cuenten hasta 50 antes de quitarse la venda. Incluso en ese instante de libertad lloran, porque no pueden creer que los van a soltar, sino que los van a matar.

“A veces”, dice “le quitaban la venda a los que llevaban meses secuestrados para que limpiaran la casa de seguridad. Después de un tiempo, creían que eran parte de la organización y se identificaban con los guardias que los golpeaban. Componían canciones sobre sus días ahí, y nos hablaban de todas las cosas buenas que nos darían cuando los soltáramos. A veces, después de golpearlos mucho, les mandábamos videos a sus familias en los que rogaban, desesperados: ‘Denles todo’. Y de pronto llegaba la orden y los matábamos”.

El pago siempre se hacía en una ciudad diferente de donde tenían al prisionero. Todo en la organización estaba estructurado. A veces pasaban semanas encerrados en una casa de seguridad sin hablarle al secuestrado, sin saber quién era. No importaba. Ellos eran productos y él un empleado siguiendo órdenes. Sin importar qué tanto pagaba la familia, la víctima casi siempre moría. Cuando le chupaban todo el dinero a la familia, el prisionero ya no tenía ningún valor. Y además podía traicionar a la organización. Así que su muerte era lógica e inevitable.

Detiene su relato. Quiere dejar claro que ahora él se parece a los prisioneros que torturó y mató. Está fuera de la organización, es un peligro para ella. “Cualquiera que ya no le sirve al jefe, se muere”.

Ahora es un hombre a la deriva recordando la época en que estaba fuertemente anclado al mundo.

“Quiero que quede claro”, dice, “que yo sentía cosas cuando estaba en las casas de tortura, viendo a la gente tirada en el piso, encharcada en su propio vómito y sangre. No me dejaban ayudarlos”.

Dice esto tranquilo. Resalta su faceta humana y al mismo tiempo explica cuán profesional era a la hora de secuestrar, torturar y matar. Dice que ahora le temen porque cree en Dios. Luego dice que podría atinarle a un blanco a 700 metros con su AK-47. Practicaba mucho en las bases militares y las academias de policía. Podía entrar con su placa.

El trabajo, insiste, no es para amateurs. Por ejemplo la tortura: tienes que saber hasta dónde llegar. Incluso si al final vas a matar al tipo, tienes que actuar con cuidado para sacarle toda la información que necesitas.

“Tienen tanto miedo”, explica, “que generalmente cooperan mucho. A veces, cuando se dan cuenta de lo que les va a pasar, se ponen agresivos. Entonces les quitas los zapatos, les empapas la ropa, y les conectas un cable en cada pie durante 15 segundos. Así entienden que tú mandas y que les vas a sacar toda la información. No los puedes golpear mucho porque entonces se vuelven inmunes al dolor. He visto gente a la que golpean tanto que puedes arrancarle las uñas con pinzas sin que se inmuten”.

“Los esposas por la espalda, los sientas frente a un foco de 100 watts y les haces preguntas sobre su trabajo, el número y la edad de sus hijos, todo lo que ya sabes porque ya lo investigaste. Cada vez que mienten les das una descarga. Una vez que saben que no pueden mentir, empiezas con las preguntas serias —cuántos cargamentos han movido al otro lado, para quién trabajan, por qué no le pagan al jefe”.

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“Para ese momento te contestan todo. Después los golpeas y los dejas descansar. Les enseñamos videos de sus familias. Entonces te dicen todo lo que necesitas saber y a veces más. Ya tienes la ventaja, y usas la nueva información para asaltar almacenes y robar cargamentos, acorralar a otros que trabajan con él, grabar a sus familias, y empezar de nuevo. Sabes que las familias no acudirán a la policía porque sospechan que su padre o su esposo anda metido en negocios turbios. Pero si van a la policía nos enteramos de inmediato, porque nosotros trabajamos ahí. Somos parte de la unidad antisecuestro. A veces matamos a los secuestrados de inmediato porque, después de quitarles el coche y las joyas, no valen nada. El botín se divide entre los de la unidad, es decir, entre cinco u ocho personas. Lo peor de matarlos es que luego tienes que cavar un agujero para enterrarlos. La mayoría comete dos errores. No le pagan al que controla la plaza, la ciudad. O sueñan que pueden ser mejores que el jefe”.

Pero nada de esto importa porque él nunca pregunta por qué alguien es secuestrado, o quién es en realidad. Ellos son simples productos y él un simple empleado. Sus gritos son sólo el paisaje de fondo del trabajo, así como el tranquilizarlos y transportarlos es simplemente otra parte del trabajo.

Hay un segundo tipo de secuestros que considera casi vergonzosos. La esposa de alguien tiene una aventura con su entrenador personal, así que levantas al entrenador y lo matas. O un tipo tiene una mujer que está muy buena y otro tipo la quiere, así que matas al novio para conseguirle la mujer.

“Recibía mis órdenes”, dice, “así que tenía que matarlos. Los jefes no conocen límites. Si quieren una mujer, la consiguen. Si quieren un coche, lo consiguen. No tienen límites”.

No le gusta la gente que mata por matar. No son profesionales. Los verdaderos sicarios matan por dinero. Pero hay gente que lo hace por diversión.

“Hay quien dice: ‘No he matado a nadie en una semana’. Así que van a la calle y matan a alguien. Esta gente no pertenece al mundo del crimen organizado. Están locos. Si descubres que alguien de tu unidad es así, lo matas. A los que realmente quieres reclutar son a policías o ex policías —asesinos entrenados”.

Ese tipo de cosas le molestan. La carnicería que vive Juárez le ofende porque muchos de los crímenes son cometidos por amateurs, niños imitando a sicarios. Le horroriza la cantidad de balas que usan en una sola ejecución. Demuestra falta de entrenamiento y pericia. En una verdadera ejecución, la ráfaga pasa justo al lado de la cerradura porque la descarga destrozará mortalmente el torso del conductor. Dos veces ha sido bloqueado por coches blindados, pero lo solucionó con dos ráfagas de balas de chaqueta metálica en un patrón ceñido —así pueden atravesar el blindaje. Un golpe no debe durar más de un minuto. Incluso sus trabajos más difíciles, contra vehículos blindados, no duraron más de tres.

Un verdadero sicario, acota, no mata mujeres y niños. A menos que la mujer sea informante de la DEA o el FBI.

Hace una pausa para enseñarme. Una buena ejecución requiere planeación. Primero, los Ojos estudian a la víctima durante días, por lo menos una semana. Anotan su horario, cuándo se levanta, a qué hora va al trabajo, cuándo come en casa, toda su rutina doméstica es registrada por los Ojos. Luego, la Mente se encarga. Estudia los hábitos del blanco en la ciudad: su jornada laboral, dónde come, dónde bebe, qué tan seguido visita a su amante, dónde vive ella y cuáles son sus hábitos. Entre los Ojos y la Mente esbozan un horario. Después se reúne el resto del equipo, de seis a ocho personas. Dos carros de policía con oficiales y dos coches con sicarios. Escogen una calle que pueda ser bloqueada fácilmente. El timing será medido a la perfección y el golpe se hará a no más de media docena de calles de la casa de seguridad —eso es fácil porque hay muchas en la ciudad.

Agarra una pluma y empieza a dibujar. El coche líder será de la policía. Lo seguirá otro lleno de sicarios. Luego el coche de la víctima, seguido de otro de sicarios. Y al final, cubriendo la retaguardia, otro carro de policía.

Durante la ejecución, los Ojos observarán y la Mente hablará por radio.

Cuando el blanco entre en la calle seleccionada, el primer carro de policía girará para bloquear la calle, el primer coche de sicarios bajará la velocidad, el segundo coche de sicarios se emparejará junto al blanco y lo matará, y el segundo carro de policía bloqueará el otro extremo de la calle.

Todo esto debe tomar menos de 30 segundos. Uno de los hombres deberá salir de un coche para darle el coup de grace al blanco regado con balas. Después todos se dispersan.

El coche de los asesinos se dirigirá a la casa de seguridad para esconderse en el estacionamiento. Después, la organización se lo llevará a otro estacionamiento, lo pintará y lo revenderá en uno de sus propios lotes. Los asesinos abordarán un coche limpio en la casa de seguridad, y por lo general regresarán a la escena del crimen para asegurarse de que todo haya salido bien.

Dibuja todo esto con exactitud, cada rectángulo que representa a un coche está perfectamente delineado, y el de la víctima tiene tantas marcas de tinta verde que parece florecer de la hoja. Las flechas indican el movimiento de los vehículos. Es como una ecuación en un pizarrón.

Se recarga en la silla; en su rostro se adivina la satisfacción de un encargo bien hecho. Así es como un verdadero sicario hace su trabajo. En una ejecución ideal ningún blanco sobrevive. Si alguien del grupo resulta herido lo llevan a uno de los hospitales de la organización —“Si puedes comprar a un gobernador, puedes comprar un hospital”.

“Nunca supe el nombre de la gente con la que me involucraba”, prosigue. “Había alguien que comandaba a mi grupo, ése sabía todo. Pero si tu trabajo consiste en ejecutar gente, eso es lo único que haces. No conoces la razón ni sabes sus nombres. Podía pasar un mes en una casa de seguridad con una víctima sin dirigirle la palabra. Si me decían que lo matara, lo hacía. Lo llevábamos al lugar donde lo íbamos a ejecutar y lo desnudábamos. Lo matábamos exactamente de la forma en que nos pedían —disparo en la nuca, ácido en el cuerpo. Había veces en que estabas estrangulando a alguien y de pronto recibías una llamada —‘No lo maten’— así que tenías que saber cómo resucitarlo o si no nos mataban a nosotros, porque el de arriba nunca se equivoca”.

Todo está contenido, sellado. Durante un tiempo usaron niños para robar coches, pero los niños, unos 40, se volvieron arrogantes, hablaban de más y vendían droga en los antros. Eso violaba el pacto que había con el gobernador de Chihuahua para mantener tranquila la ciudad. Así que una noche, hace unos 10 años, 50 policías, y como 15 miembros de la organización que tenían que asegurarse de que el trabajo se hiciera bien, rodearon a esos niños en Avenida Juárez. No fueron torturados. Los mataron de un solo tiro y los enterraron en un hoyo.

“No”, sonríe. “No te voy a decir dónde está ese hoyo”.

Tiene problemas para recordar algunas cosas.

“Me levantaba en la mañana y me echaba una raya”, explica, “luego, un vaso de whisky. Después almorzaba. Nunca dormía más de un par de horas, pequeñas siestas. Es difícil dormir en tiempos de guerra. Estaba alerta aunque tuviera los ojos cerrados. Dormía con una AK-47 cargada en un lado, y una .38 en el otro. Los seguros nunca estaban puestos”.

Me pregunta si sé algo de las casas de seguridad. “Se necesitaría un libro entero para hablar de ellas. Después de todo, yo sé que hay 600 cuerpos enterrados en las casas de seguridad de Juárez, y sé dónde están. Existe una casa de la que nunca se ha hablado donde hay 56 cadáveres. Hay un rancho en donde las autoridades encontraron dos cuerpos, pero yo sé que ahí hay 32 muertos. Si la policía realmente investigara los encontraría. Pero claro, no puedes confiar en la policía”.

Está especialmente interesado en saber si tengo información acerca de las dos casas de seguridad descubiertas el invierno pasado. Le digo que encontraron nueve cuerpos en una y 36 en la otra.

No, no, insiste, en la segunda había 38, dos de ellos mujeres.

Dibuja el plano de la casa con cuidado. A una de las mujeres la mataron por hablar de más. La otra fue un error. Eso a veces pasa, aunque los jefes no lo admitan. Quiere hablar de la casa de los 38 cuerpos. Tiene memorias guardadas ahí.

Yo recuerdo estar parado en la calle polvosa, llena de silencio, mientras las autoridades hacían el show de desenterrar a los muertos. A 800 metros había un hospital al que llevaron a unos balaceados en primavera, pero los asesinos los siguieron y los mataron en Urgencias. También mataron a un compadre en la sala de espera.

“Los narcos”, me explica, “tienen informantes en la DEA y el FBI. Trabajan para los cárteles hasta que ya no sirven. Después los matan”.

Y los que informan a la DEA o al FBI “mueren de mala manera”.

Se explica.

“Los trajeron esposados por la espalda a la casa donde encontraron los 36 cuerpos. Mojaron unas camisetas en gasolina, se las pusieron en la espalda, les prendieron fuego y, después de un rato, se las quitaron. La piel quedó pegada a la ropa. Los dos gritaban como cerdos en el matadero. Les inyectaron algo para que no perdieran la conciencia. Después les pusieron alcohol en los güevos y se los prendieron. Brincaron tan alto… estaban esposados y aún así nunca vi a nadie brincar tan alto”.

Ahora nos descubrimos. Todas las máscaras han caído al piso. Este veterano, el sicario profesional, me está conduciendo a una misión clave que él completó.

“Sus espaldas parecían piel curtida, no sangraban. Les pusieron bolsas de plástico en la cabeza para asfixiarlos y luego los revivían frotándoles alcohol en la nariz”. “Todo lo que nos decían era: ‘Nos veremos en el infierno’ ”.

“La cosa siguió así durante tres días. Apestaban a carne quemada. Trajeron a un doctor para que los mantuviera con vida. Querían que aguantaran otro día más.

Empezaron a cagar sangre. Les metieron un palo de escoba por el culo”.

“Al segundo día llegó alguien que les dijo: ‘Les advertí que esto iba a suceder’ ”.

“ ‘Mátanos’, contestaron”.

“Aguantaron tres días. El doctor tuvo que emplearse a fondo, los inyectaba para que no murieran. Finalmente fallecieron a causa de la tortura”.

“Nunca le pidieron ayuda a Dios. Sólo gritaban: ‘Nos veremos en el infierno’ ”.

“Los enterré bocabajo y les eché cal viva”.

Está excitado. Todo está de regreso.

Puede sentir la pala entre sus manos.

Ahora está tranquilo. Está repasando sus años malignos, dice, sólo para mi beneficio. Agarra los dibujos —el de cómo hacer una ejecución, el plano de la casa—, observa los patrones verdes que ha trazado y lentamente los parte en pequeños cuadritos para que la hoja no pueda ser reconstruida.

Hasta finales de 2006 trabajó para diferentes grupos en todo el país, grupos que, por lo general, se llevaban bien. Había pequeños momentos, como cuando los otros quisieron adueñarse de la plaza de Juárez, en que tenían que ponerlos en cintura. Pero en general su vida transcurría tranquila. Tan tranquila que no necesitaba saber para quién trabajaba.

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“Recibía órdenes de dos personas. Ellos me manejaban. Nunca sabía para qué cártel trabajaba. Entonces Vicente Carrillo estaba en guerra con El Chapo Guzmán. Pero nunca conocí a ningún jefe, así que cuando empezó la guerra en 2006, no supe para quién maté. Y las órdenes podían ser de uno o de otro. Yo vivía en una célula y simplemente recibía órdenes. En Juárez bastan 30 minutos para que 60 tipos armados y entrenados se junten en 30 coches y salgan a las calles para mostrar su poder.
“Luego, empezamos a recibir órdenes de matarnos entre nosotros”.

Lo secuestran, pero es liberado una hora después. Se molesta, y empieza a pensar en escapar de esa vida. Pero eso no es fácil, ya que si renuncias te matan. Mientras la guerra escala de nivel, comienza a distanciarse de la gente que conoce y con la que trabaja. Trata de diluirse. Hoy, un tercio de la gente que conocía ha muerto —“se volvieron inservibles y los mataron”.

No conoce al jefe, de hecho, ni siquiera está seguro de quién es. Bebe en casa. Las calles son demasiado peligrosas. Llega gente nueva que no conoce. No está a salvo.

Así que huye.

Se confiesa con un amigo. Y el amigo lo traiciona.

En este momento, se detiene. Sabe que cometió un grave error. Violó una regla fundamental: sólo puedes ser traicionado por alguien en quien confías. Sobrevives cuando no confías en nadie. Pero siempre está ese trozo de humanidad en todos nosotros, que nos hace sentir la necesidad de confiar en alguien, de llamarlo “amigo”, de compartirle tus sentimientos. Y esa necesidad es mortal. Es la misma necesidad que él explotó durante años, la que usaba cuando subía gente al carro de policía y les decía que todo iba a salir bien si cooperaban, que pronto regresarían con sus familias si mantenían la calma. Y, por Dios, confiaban en él y atravesaban México, pasaban retenes sin decir una palabra, nunca le contaban a nadie que habían sido secuestrados. Confiaban en él mientras los torturaban en las casas de seguridad. Ayudaban a limpiar la casa, a trapear el vómito y la sangre. Componían canciones. Confiaban en él hasta el instante previo a que los estrangulara.

Así que su amigo lo delata. Lo levantan a las 10 de la noche y esta vez lo sueltan hasta las tres de la mañana.

Algo ha cambiado dentro de él, pero otras cosas permanecen igual. Cuatro hombres lo llevan a una casa de seguridad. Le quitan la ropa y lo dejan en shorts. Lo golpean con bolas de billar.

Pero sabe que son amateurs. Ni siquiera lo esposan y eso le molesta. Mientras lo siguen golpeando, reza, reza, reza. También se ríe porque su incompetencia le horroriza. No lo han vendado y los golpes no lo inutilizan. Mientras los observa, calcula en su mente cómo los va a matar, uno, dos, tres, cuatro, así de fácil.

Y al mismo tiempo le reza a Dios y le pide ayuda para que no los mate, para que pueda terminar con su vida de asesino. Mientras se sienta en el cuarto, bebiendo café y recordando ese momento, su rostro cobra vida. Está encendido. Se acerca al momento de la salvación. Hay quien pretende aceptar a Cristo, dice, pero en ese momento él podía sentirse lleno de Cristo. Podía sentir paz.

Le apuntan con rifles. No puede dejar de reír.

“Tenía miedo”, explica, “porque sabía que tendría que matarlos a todos”.

Dos de los hombres armados se marchan. Otro va al baño. Mira al que se queda con él.

“El tipo me dice: ‘No tengo problemas contigo. Alguna vez me aconsejaste que tuviera cuidado o acabaría muerto. Me hiciste un favor’ ”.

“Y yo le pido a Dios que me ayude porque no quiero matar a esas personas. Y en ese momento lo puedo hacer rápidamente”.

“El tipo voltea y me dice ‘lárgate’ ”.

Abre la puerta y sale corriendo sin zapatos, sin ropa.

Ahora su semblante es severo. Ha llegado hasta aquí, el momento que le ha permitido hacer el recuento de sus secuestros, de las torturas y los asesinatos. Está vendiendo algo y ese algo es Dios. Está creyendo, y lo que cree, basado en su propia experiencia, es que cualquiera puede redimirse. Y que es posible abandonar la organización y sobrevivir.

Mientras cuenta todo esto, sus pensamientos son como un revoltijo. Está hablando de su salvación, pero al mismo tiempo siente cómo lo arrastran sus crímenes. Ser temido lo llena de orgullo. Recuerda cuando empezó en la policía estatal, el asesinato de Oropeza, del doctor, del columnista. Recuerda que los asesinos de Oropeza fueron sus mentores, sus maestros. Recuerda que, después de ese crimen, las autoridades del estado anunciaron una gran investigación para atrapar a los culpables. Y uno de ellos, un compañero de la policía, se quedó en su estación hasta que el ruido y la charada desaparecieron.

Está enfebrecido; está viviendo su pasado.

“La única razón por la que estoy aquí es porque Dios me salvó. Después de todos estos años estoy hablando contigo. Estoy reviviendo cosas que estaban muertas para mí. No quiero ser parte de esta vida. No quiero saber nada. Tienes que escribir esto para que otros sicarios sepan que pueden salirse. Deben saber que Dios los puede ayudar. No son monstruos. Han sido entrenados como las fuerzas especiales del ejército. Pero nunca se dieron cuenta de que en realidad fueron entrenados para servir al diablo”.

“Imagina que tienes 19 años y que puedes mandar llamar un avión. Me gustaba ese poder. Hasta que Dios me habló, nunca pensé que podía salir de esto. Pero aunque Dios me libere seguiré siendo un lobo. Seguiré siendo una persona terrible, pero Dios estará de mi lado”.

Me observa mientras escribo en mi libreta negra.

Su cuerpo parece amenazar sobre la mesa.

Este es el punto en las historias en que todos descubren quiénes son en realidad.

“Revelé algo que nunca debí haber dicho. ¿Acaso eres un médium para hablar con otros? Le recé a Dios preguntándole qué debía hacer. Tú eres la respuesta. Vas a escribir esto porque existe un propósito divino en ello”.

“Dios te ha dado esa misión”.

“Nadie, salvo los que han vivido esta vida, entenderán esta historia. Dios te dirá cómo escribirla”.

Luego nos abrazamos y rezamos. Puedo sentir su mano fuerte sobre mi hombro, buscando el poder del Señor dentro de mí.

Ahora tengo que hacer mi trabajo.

Así que cada quien emprende su camino.

Se mueve por el estacionamiento con facilidad, como en un estado de gracia. El sol brilla, el cielo es tan azul que lastima. La vida se siente bien. Sus ojos se relajan y se ríe. Lo veo memorizar mi placa con un gesto rápido, automático. Me dijo que fue bañado en la sangre del cordero, pero sus ojos siguen siendo los de un lobo.

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