Partido y movimiento
Jesús Silva-Herzog Márquez
Andrés
Manuel López Obrador ha sido el Hitchcock de la política mexicana desde hace
mucho tiempo. Un maestro de la tensión dramática, un talentoso manipulador de
las expectativas, un hombre que juega con el fuego, que camina siempre en el
precipicio. Nadie como él ha sabido atraer la atención y gobernar la tensión.
Ayer,
en el Zócalo de la Ciudad de México adelantó su estrategia tras la conclusión
del proceso electoral. Era ya sabido que no aceptaría la decisión del tribunal
y que no reconocería como presidente legítimo a Enrique Peña Nieto, pero no era
claro cuál sería el siguiente paso.
La
película, hasta el momento, repetía el libreto del pleito anterior. El tono
había sido distinto y la intensidad menor, pero el guión de la ilegitimidad
parecía calca del episodio previo. De la sorpresa de la noche a una incoherente
denuncia de irregularidades, de la demanda ante el tribunal al desconocimiento
de las instituciones secuestradas.
En
2006, Andrés Manuel López Obrador optó por exilarse de la realidad. En una ceremonia francamente
ridícula hizo que una plaza de simpatizantes lo proclamara
"presidente legítimo", se cruzó el pecho con una tela tricolor y
asumió un cargo de fantasía. Andrés Manuel López Obrador: Presidente Legítimo.
Se
hizo rodear de un gabinete tan leal que estuvo dispuesto a pagar los mismos precios
del ridículo y acompañarlo en su política de guiñol. Aunque muchos en la
izquierda no creyeran en la estrategia, no tuvieron más remedio que acatar su
dictado: prácticamente nadie llamó Presidente a Felipe Calderón ni estuvo
dispuesto a dialogar públicamente con su gobierno.
La
ficción en la que se refugió López Obrador fue el encierro de la izquierda del
2006 al 2012. Aprisionada
en esa historieta, regaló al PRI la plataforma privilegiada de la oposición. Mientras
la izquierda seguía atrapada en el cuento del Legítimo, el partido de Peña
Nieto aprovechaba el baldío que dejaban quienes desertaban de la realidad.
En
2012 Andrés Manuel López Obrador no vuelve a romper con la realidad. Se aferra
a su discurso de la ilegitimidad del nuevo gobierno, es cierto, pero no
pretende regresar a su república paralela, ahí donde los suyos le llaman
"presidente" mordiéndose los labios. Por el contrario, lo que anuncia
el político es su decisión de afincarse en la realidad de la lucha política, en
el territorio que es suyo, en sus dominios: los del movimiento social.
López
Obrador se separa de una política que nunca le ha acomodado: la política de
partido, la política de las instituciones. De hecho, el anuncio de ayer sólo
formaliza lo que ha sido su conducta desde hace años, lo que constituye su
convicción política profunda: la verdadera política no está en los partidos
políticos, ni se hace en el Congreso.
Ese
es el territorio enemigo: las burocracias de derecha pero también de izquierda
que obstruyen lo que él considera "cambio verdadero". Para López
Obrador ese cambio auténtico sólo puede impulsarse desde fuera, desde abajo.
Por eso no extraña que en su convocatoria de ayer no haya una sola mención a la
fuerza legislativa de las izquierdas, a la posibilidad de que la representación
parlamentaria negocie para convertir en ley las propuestas de su movimiento.
Podría
pensarse que la
convocatoria de ayer es un paso atrás en el complejo proceso de unificación de
las izquierdas en México. Tras décadas de difícil convergencia,
el máximo líder de esa fuerza decide apartarse del partido que recoge las
alianzas históricas para caminar por su propia ruta. No lo veo así o, por lo
menos, no lo veo así en este momento.
Entiendo
que la convocatoria implica sobre todo, una opción espacial, es decir,
estratégica. López Obrador ejercerá su liderazgo ahí donde apenas hay
restricciones normativas, en el movimiento social que dirige como caudillo
incuestionable. No pretende ajustarse a los ritmos y a las cargas de la
política partidista: será padre
y dueño de un movimiento social que lo secundará con la
aclamación.
López
Obrador reinará en el movimiento y desde ahí seguirá ejerciendo un inmenso
poder sobre los partidos afines. Caudillo e institución siguen necesitándose.
Por ello la amigable separación permitirá mayor autonomía al partido y al
movimiento; generará
distinciones saludables para la izquierda, podrá alentar también futuras
coaliciones de conveniencia.
Defender
la ruta institucional de la democracia mexicana no implica creer que la única
forma de hacer política o de construir oposición sean los partidos y la
representación parlamentaria.
Necesitamos
sin duda partidos sólidos y bien institucionalizados que sean referentes de
confianza para los electores, que sean puentes de acuerdo y murallas contra la
arbitrariedad.
Pero
la política no se agota en los logotipos. También necesita de organizaciones sociales vivas y
de movimientos sociales potentes.
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