Autor:
Roberto Cruz
En el futuro, hablar de una
izquierda no dispersa, sino unida en proceso electorales, significa, en su
totalidad, aceptar la rectoría y la toma de decisiones de ya saben quién. No
habrá de otra
Tarde o temprano, el hilo iba a
reventar por lo más delgado.
En el PRD, el partido aglutinador de la
Izquierda mexicana desde 1989, la hebra estaba tensa desde hace muchos años,
pero específicamente desde el 2005.
Aquel año, la distancia entre quien es
considerado, desde la constitución del partido, como el líder moral y quien
emergió como otro de sus grandes dirigentes –Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés
Manuel López Obrador- se amplió.
Uno había sido, ya, tres veces candidato
presidencial; el otro iniciaría el mismo camino, cumpliendo este 2012 su
segunda oportunidad y cantando su tercera para el 2018.
Ninguno ha podido alcanzar la Presidencia de la
República para la izquierda mexicana. En 1988, Cárdenas estuvo cerca. En 2006,
López Obrador.
La gran oportunidad podría ser dentro de seis
años, si el PAN no realiza un trabajo de autoanálisis profundo y si el PRI no
logra reconfortarse con
la sociedad , pero primordialmente si la Izquierda no va con
candidatos diferentes a la contienda.
“Sería un suicidio”, advirtió Manuel Camacho
Solís”. “El PRI estaría feliz como una lombriz”, alertó Marcelo Ebrard.
El escenario se plantea así a partir de la
distancia marcada, desde el domingo, por Andrés Manuel López Obrador para
desligarse del PRD, PT y Movimiento Ciudadano.
La preocupación cunde, el pánico todavía no,
pero irá acercándose con los procesos electorales.
Existe un problema, y los perredistas lo saben.
En el futuro, hablar de una izquierda no dispersa, sino unida en proceso electorales,
significa, en su totalidad, aceptar la rectoría y la toma de decisiones de ya
saben quién. No habrá de otra.
Pero están a tiempo. El arte de la guerra es
indiferente al tamaño de la confrontación y a las condiciones del contrincante
(por no decir enemigo).
O se separan firmemente de él o continuarán sojuzgados a sus caprichos. ¿O aún
creen en los Reyes Magos?
La lección se las ha dado Andrés Manuel desde su
época de jefe de Gobierno del Distrito Federal, aunque sus fijaciones vienen
desde antes, desde su militancia como priísta.
La historia del PRD ha sido una historia de rompecabezas ,
y no por la destreza requerida para armarlo, sino por la inmensidad de piezas existentes.
Entran, salen, se traicionan unos a otros, todos
contra todos, el de enfrente con el de al lado; linchan, abdican, se marginan,
dan las gracias, se van. Así, por ejemplo, un gran personaje femenino, Rosario
Robles, quien renunció al partido, está integrada al equipo de Enrique Peña
Nieto; otra, Ruth Zavaleta, igualmente reconocida, ha intentado crear su propio
espacio y también se alió a la causa del mexiquense durante la campaña. Como
ella, hicieron lo mismo René Arce, Víctor Hugo Círigo y Ramón Sosamontes.
Gerardo Fernández Noroña se pasó al PT; Martí
Batres se agarró del chongo con Marcelo Ebrard; Dolores Padierna y Jesús
Zambrano se soportan a fuerza.
Por si fuera poco, sus procesos electorales
internos, debemos decirlo en bien de su propia cura, han sido verdaderos recipientes de
inmundicia.
Pero todo eso no es de ahora. Ocurre casi desde
el nacimiento del partido. Una coma en sus percepciones políticas los induce a
crear su propio círculo. De
ahí nacen las tribus. Hay quienes cuentan 14. ¿Es posible tanta divergencia en
un solo partido?
En septiembre de 2006 se dio un episodio
revelador de esas diferencias. Habían pasado más de dos meses de las elecciones
del 2 de julio con la sabida derrota de López Obrador ante Felipe Calderón
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