La resurrección del caudillo
Chávez, el camino de la dictadura
La historia de la degradación de la democracia
venezolana en un régimen autoritario por obra y gracia de Hugo Chávez se
analiza aquí con dos voces complementarias: Guillermo Sucre enumera sus
principales acciones políticas, mientras que Alberto Barrera Tyszka
estudia los rasgos de una personalidad al límite.
Tiene delante muchos micrófonos. Habla frente a una multitud vestida de rojo. Grita: “Ya yo siento, a estas alturas, que Chávez no soy yo, que Chávez es un pueblo [...] Yo ya no soy yo, en verdad. Yo soy un pueblo, así lo siento, yo me siento encarnado en ustedes. Todos ustedes son Chávez [...] Todos somos Chávez.”
Entre estos dos momentos hay un tránsito que, cada vez más, resulta difícil de precisar, de conocer. Hay una vocación militar contundente, un afán de celebridad, un
La naturaleza militar
La memoria sobre su propia vida que, ya desde el poder, el propio Chávez ha ido enriqueciendo da cada vez menos chance de saber quién es él realmente, cómo ha sido su historia. Su discurso siempre es autorreferencial. Para hablar de todo, habla de sí mismo. Día a día, edifica de manera oral una autobiografía que jamás se detiene. Su vida, a veces, parece una infinita posibilidad de ficciones.
Dentro de todo ese inmenso relato, existe sin embargo una seña de identidad contundente: Chávez se ve a sí mismo como un soldado. Su naturaleza es militar. Lo repite y lo demuestra cada vez que puede. Al evocar su entrada a la
Desde esos mismos años, fraguado en la misma institución, nace su deseo de llegar al poder. Siendo cadete, asistió a un desfile en un acto oficial y pudo ver, más o menos de cerca, a Carlos Andrés Pérez, quien acababa de iniciar su primer período presidencial. El joven Chávez, que aún no cumplía veinte años, escribió entonces en su diario: “Después de esperar bastante tiempo llegó el nuevo Presidente. Cuando le veo, quisiera que algún día me tocara llevar la responsabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar.”
La historia tiene también coincidencias caprichosas. Más de veinte años después, junto a otro grupo de oficiales, el teniente coronel Hugo Chávez intentó dar un golpe de Estado a Carlos Andrés Pérez, quien por segunda vez había logrado ganar la presidencia. La intentona nunca tuvo gran sustancia ideológica. Por más que el gobierno actual se empeñe en resemantizar esa fecha, celebrándola hoy como “El Día de la Dignidad” y el inicio de la “revolución”, quien se asome a los documentos del grupo golpista, encontrará invocaciones al nacionalismo bolivariano y mucha crítica moral a las élites políticas y económicas que dominaban el país. Más que una propuesta de país, tenían un proyecto de poder.
De hecho, tras ganar las elecciones en 1998, Chávez llega al gobierno con la certeza de que ha sido elegido no para ser presidente sino para cambiar la historia. Chávez sustituye rápidamente el término “gobierno” por el término “revolución”. La alternancia comienza a ser en el país un contenido cada vez más frágil. El sentido que empieza a otorgarle a la palabra “revolución” tiene una carga profundamente militar. En su equipo de gobierno abundan los oficiales o exoficiales de su generación. Distribuye en la sociedad un lenguaje y una nueva simbología que pertenecen al mundo castrense. Decreta que el país ha entrado en un proceso “cívico-militar” que no tiene retorno. Bajo el signo de la confrontación permanente –“quien no está conmigo, está contra mí”– Chávez desplaza cualquier posibilidad de debate y de negociación de la democracia venezolana. Le da a la fuerza armada una beligerancia que antes no tenía y crea una nueva “milicia bolivariana”, que le responde directamente a él y no a la jerarquía del ejército. Quien llegó con la promesa de acabar con la infame estructura que había creado la exclusión económica, terminó sustituyéndola por un nuevo sistema de exclusión política.
Chávez ha reordenado lentamente el poder alrededor de su persona. El mapa del Estado y de las instituciones se ha trabucado en una organización militar, casi religiosa, donde él es el único centro. Incluso la Asamblea Nacional, dominada totalmente por el oficialismo, le otorgó un poder habilitante, renunciando así a sus propias funciones y delegando en la figura del presidente la prioridad de crear una nueva legislación. De esta manera, muchos de los cambios constitucionales que fueron rechazados en el referendo del 2007 se han terminado imponiendo por la vía del decreto presidencial. La legalidad se ha trabucado en un trámite. Se trata, en el fondo, de la misma violencia que se propuso en 1992. Solo que ahora se ejerce de otra manera, por otros caminos, con procedimientos más sutiles y supuestamente legítimos. Chávez ha dado finalmente un golpe de Estado, esta vez desde el interior del Estado.
Aparece vestido con traje de campaña y boina roja. Levanta el puño y saluda. Cada vez más, de manera oficial, se hace llamar “Comandante”. Desde su esencia militar, entiende que el poder no es un cargo sino un rango. Dura para siempre. Vuelve a levantar el puño y la masa, al unísono, siguiendo el ritmo de una consigna, le grita: “¡Ordene, Comandante, ordene!”
El talante mediático
La otra definición sustantiva a la hora de retratar a Hugo Chávez tiene que ver con su relación con el espectáculo. Desde sus tiempos en el ejército, siempre fue un animador de actividades recreativas. Organizaba actos, bailes, concursos, celebraciones, festejos... Hay una anécdota especial que retrata muy bien esta pulsión en el joven militar. El propio Chávez la contó, durante la campaña electoral de 1998, a un conocido presentador en un programa de televisión. La escena transcurre en la ciudad de Maracaibo, mientras se transmite en vivo un clásico programa de variedades y concursos llamado Súper Sábado Sensacional. En el momento crucial de la elección de una miss en una competencia de belleza, desde el cielo descienden, en paracaídas, dos o tres soldados trayendo un presente para la nueva reina. Uno de ellos era Hugo Chávez.
La anécdota ilustra la complejidad del personaje. Es algo que su memoria actual ya no registra. El relato que se promueve, desde el presente, propone a un joven militar lleno de inquietudes, en luchas conspirativas, escuchando clandestinamente los discursos de Fidel Castro.
Al parecer, incluso los recuerdos pueden ser un espectáculo.
Pero, aparte de su vocación personal, Hugo Chávez está obligado a tener una hiperconciencia de la importancia de los medios. Sin duda alguna, su carrera se debe, en gran medida, a la televisión. Sin los pocos segundos que tuvo frente a las cámaras, al momento de rendirse tras el fracaso del intento de golpe de Estado en 1992, probablemente su historia habría sido otra. Su ingreso a la vida política y pública del país tiene ese importante componente mediático. Chávez fracasó militarmente pero triunfó en la televisión. Quizás ahí entendió que ese era el verdadero campo de batalla.
Para 1999, cuando comenzó su gobierno, el Estado venezolano solo poseía dos canales de televisión abierta, dos emisoras radiales públicas y una agencia oficial de noticias. Casi catorce años después, Chávez cuenta con lo que se conoce como el “Estado comunicador”. El proceso ha sido profundo y tiene muchas aristas: desde la ampliación de todos los medios públicos, logrando controlar la mayoría del espectro radioeléctrico, hasta la creación de un nuevo instrumento legal que regula los contenidos que se transmiten en los medios; desde el lanzamiento de la cadena transnacional Telesur hasta la no renovación de la concesión al canal de televisión privada RCTV; desde la compra y la instalación de un satélite propio hasta la regulación que obliga a todos los medios a transmitir de manera gratuita la publicidad oficial; desde la promoción de una amplia red digital de páginas web dedicadas a apoyar al gobierno hasta la inmensa cantidad de “cadenas” en las que el presidente hablaba durante varias horas seguidas... En mayo de 2012, el gobierno anunció que la seguidora número tres millones de la cuenta de Twitter de Chávez recibiría como premio una casa. El Estado y las instituciones públicas son agencias permanentes de publicidad. Su único producto se llama Hugo Chávez, convertido ya en mercancía-fetiche, en una presencia que se multiplica en todas las pantallas del país.
La épica petrolera
Detrás de todo el complejo proceso político y cultural, respira una vieja tradición latinoamericana. Chávez ha refundado el caudillismo. Ha resucitado el viejo fantasma del militarismo y le ha otorgado una nueva retórica, una contemporaneidad simbólica distinta, que combina la solemnidad del poder y la versión melodramática de la historia con la que el continente se entiende a sí mismo, se conmueve y se expresa. “Amor con amor se paga” es una de sus consignas favoritas. Chávez es, a su manera, una telenovela, un bolero, una canción ranchera... y también un reality show. Ha convertido la política en una experiencia afectiva. Lo que mejor administra es la esperanza de los pobres.
Nada de esto, probablemente, se podría dar sin la condición petrolera que define de manera crucial a Venezuela. Ese rasgo crea una diferencia enorme con el resto de los países de la región. Se trata de un país donde llenar un tanque de combustible resulta más barato que comprar una pequeña botella de agua envasada. Este simple hecho debería ser un valor sociológico, un indicador cultural. Establece relaciones totalmente diferentes con nociones como “riqueza”, “trabajo”, “Estado”, “política”... Chávez también representa una versión exitosa de la identidad venezolana. El hombre que no necesita cambiar para tener éxito. El hombre que por fin recupera la riqueza lejana, que le pertenecía pero que desde siempre le había sido negada.
José Sarney, con puntual exactitud, señaló esta característica al comparar a Chávez con Fidel Castro: “Le falta historia y le sobra petróleo.” Frente a sus pretensiones y a su aguerrida temperatura verbal, el presidente venezolano se encuentra con un vacío inmenso: la ausencia de épica. Un hombre que, en la actual campaña electoral, declara que él es “la buena nueva de Cristo”, necesita más que dinero y una eficaz industria mediática para entrar en el firmamento de las leyendas de la izquierda latinoamericana.
Hasta ahora, sin embargo, su mayor épica ha sido la batalla contra el cáncer. No podía ser de otra manera: Chávez también ha incorporado su enfermedad a la industria publicitaria que se empeña en convertirlo en mito. Entre el misterio, el secreto y la burda manipulación, la salud de Chávez es –al mismo tiempo– un show mediático y un secreto de Estado. Incluso en la adversidad más íntima, no se ha olvidado del rating. El jueves santo de 2012, en una misa privada, transmitida por el canal del Estado, Chávez toma el micrófono y habla. Les habla a los presentes, al país, al mundo. Incluso le habla a Dios: “Dame tu corona, Cristo, dámela que yo sangro, dame tu cruz, cien cruces, pero dame vida porque todavía me quedan cosas por hacer por este pueblo y por esta patria. No me lleves todavía, dame tu cruz, dame tus espinas, dame tu sangre, que yo estoy dispuesto a llevarlas pero con vida.”
La muerte consagra a los mitos. La televisión resucita a los caudillos. ~
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