La
Enciclopedia Británica define el sistema tributario como “la parte de
los ingresos de un estado que se obtiene por cuotas y cargas
obligatorias a sus sujetos”. Es casi tan adecuada y concisa como puede
ser una definición: no deja espacio para discutir qué es un sistema
tributario. En esa exposición de los hechos, domina la palabra
“obligatorias”, sencillamente por su contenido ético. La reacción
inmediata es preguntarse el “derecho” del Estado a este uso del poder.
¿Qué permiso, en términos morales, aduce el Estado para apoderarse de
propiedades? ¿Es su ejercicio de la soberanía suficiente por sí mismo?
En esta cuestión de la moralidad hay dos posiciones que nunca pueden
reconciliarse. Aquéllos que sostienen que las instituciones políticas
provienen de la “naturaleza del hombre”, disfrutando así de una
divinidad indirecta, o aquéllos que consideran al Estado como la piedra
angular de la integración social, no encuentran ningún problema en el
sistema tributario per se: la toma de propiedades por el Estado se
justifica por su existencia o sus resultados benéficos. Por el
contrario, quienes sostienen la primacía del individuo, cuya misma
existencia es su justificación de derechos inalienables, se inclina por
la postura de que en la obtención obligada de cuotas y cargas el Estado
está meramente ejerciendo su poder, sin consideraciones morales.
El presente estudio sobre el sistema tributario empieza en la segunda
de estas posiciones. Es tan parcial como sería un estudio que empezara
con la postura igualmente no probada de que el Estado es una institución
natural o socialmente necesaria. La objetividad completa desaparece
cuando un postulado ético es la premisa mayor de un argumento, y una
discusión sobre la naturaleza del sistema tributario no puede excluir
los valores.
Si asumimos que el individuo tiene un indiscutible derecho a la vida,
debemos conceder que tiene un derecho similar a disfrutar del fruto de
su trabajo. A esto lo llamamos propiedad. El derecho absoluto de
propiedad deriva del derecho original a la vida porque no tiene sentido
el uno sin el otro: los medios de vida deben identificarse con la vida
misma. Si el Estado tiene un derecho prioritario a los frutos de nuestro
trabajo, su derecho a la existencia está cualificado. Aparte del hecho
de que no puede establecerse dicho derecho prioritario, excepto
declarando al Estado como autor de todos los derechos, nuestras
inclinaciones (como demuestran nuestros esfuerzos por evitar pagar
impuestos) son rechazar este concepto de prioridad. Nuestro instinto
está en contra. Protestamos ante la apropiación de nuestra propiedad por
una sociedad organizada igual que lo hacemos si una sola unidad de la
sociedad realiza este acto. En el último caso, calificaremos sin dudar
al acto como un robo, un malum per se. No es la ley la que en primera
instancia define el robo, es un principio ético que la ley puede violar,
pero no suplantar. Si por necesidades de la vida consentimos la fuerza
de la ley, si por una larga costumbre perdemos de vista su inmoralidad,
¿se ha eliminado el principio? Un robo es un robo y ninguna cantidad de
palabras puede hacer de él algo distinto.
Observemos los resultados del sistema tributario, los síntomas, para
ver si se viola el principio de la propiedad privada y cómo. Para mayor
evidencia, examinemos su técnica y tal y como sospechamos, la intención
de robar a partir de la posesión de herramientas eficaces, igualmente la
encontraremos en la técnica del sistema tributario, una historia
reveladora. La carga de esta crítica intransigente al sistema tributario
será, por tanto, probar su inmoralidad por sus consecuencias y sus
métodos.
A modo de introducción, podríamos fijarnos en el origen del sistema
tributario, bajo la teoría de que los inicios determinan los finales y
aquí encontramos un montón de injusticias. Un estudio histórico de la
fiscalidad lleva inevitablemente a botines, tributos, rescates: los
propósitos económicos de las conquistas. Los barones que pusieron
barreras de peaje en el Rin eran cobradores de impuestos. Como lo eran
las bandas que “protegían”, a cambio de un precio fijo, a las caravanas
que iban al mercado. Los daneses periódicamente se invitaban a
Inglaterra y permanecían como invitados no deseados hasta que se les
pagaba el llamado “impuesto danés” (“dane geld”): durante mucho tiempo
permaneció como la base de los impuestos de propiedad ingleses. Los
conquistadores romanos introdujeron la idea de que lo que recaudaban de
los pueblos sometidos era sencillamente un pago por mantener “la ley y
el orden”. Durante mucho tiempo, los conquistadores normandos recaudaron
tributos arbitrarios a los ingleses, pero cuando, por el proceso
natural de amalgama de los dos pueblos, apareció la nación, las
recaudaciones se regularizaron mediante costumbres y leyes y se llamaron
impuestos. Llevó siglos eliminar la idea de que estas exacciones no
servían más que para mantener cómodamente una clase privilegiada y para
financiar sus guerras sangrientas: de hecho, este propósito nunca se
negó u ocultó hasta que el constitucionalismo difuminó el poder
político.
Todo eso ya pasó, salvo que tengamos la temeridad de comparar esta
antigua palabrería con reparaciones, extraterritorialidad, cargas para
mantener ejércitos de ocupación, huídas con propiedades, toma de
recursos naturales, control de vías de comercio y otras técnicas
modernas de conquista. Puede argüirse que aunque el sistema fiscal
tuviera un principio tan desagradable podría haber rectificado y haberse
convertido en algo ciudadano, decente y útil. Así que debemos
aplicarnos a la teoría y práctica de la fiscalidad para probar que en
realidad es el tipo de cosa arriba descrita.
Primero, respecto de método de recaudación, los impuestos se dividen
en dos categorías: directos e indirectos. Los impuestos indirectos se
llaman así porque llegan al estado a través de recaudadores privados,
mientras que los directos llegan sin intermediarios. Los primeros se
asocian a bienes y servicios antes de que lleguen al consumidor,
mientras que los segundos son principalmente demandas ante la
acumulación de riqueza.
Veremos que los impuestos indirectos son un precio por un permiso
para vivir. No se puede encontrar en el mercado una sola satisfacción a
la que no estén asociados varios de estos impuestos, ocultos en el
precio y nos vemos en la obligación de pagarlos o irnos sin ellos: como
irnos equivale a privarse del sentido de la vida o incluso de la propia
vida, pagamos. La inevitabilidad de la existencia de esta carga se
expresa en la asociación popular de la muerte y los impuestos. Y es esta
característica la que atribuye los impuestos indirectos al estado, de
forma que cuando examinamos los precios de los productos básicos nos
asombramos de la desproporción entre el coste de producción y la carga
para permitir su compra. Alguien ha estimado el número de impuestos que
lleva una barra de pan en más de cien: obviamente algunos no le son
atribuibles, porque sería imposible definir en cada barra su parte de
impuestos sobre la escoba usada en la panadería o la gasolina utilizada
por el camión de reparto. El whisky es probablemente el ejemplo más
notorio de la forma en que los productos se han convertido de
satisfacciones en objetos de impuestos. El coste de fabricación de un
galón de whisky, por el que el consumidor paga alrededor de veinte
dólares es de menos de medio dólar: el resto corresponde parcialmente a
los costes de distribución, pero la mayoría del dinero que atraviesa el
mostrador va a mantener los funcionarios de la ciudad, el condado, el
estado y la nación.
El revuelo sobre el coste de la vida tendría más sentido si se
dirigiera a los impuestos, el principal componente del coste. Debería
también advertirse que aunque el problema del coste de la vida afecta
principalmente a los pobres, es además en este segmento de la sociedad
donde inciden más los impuestos indirectos. Es necesariamente así,
porque quienes están en los estratos de menos ingresos constituye la
mayor porción de la sociedad que debe contar con la mayor parte del
consumo y por tanto con la mayor parte de los impuestos. El estado
reconoce este hecho al gravar el bien de uso más extendido. Un impuesto
sobre la sal, no importa lo pequeño que sea, comparativamente, recauda
mucho más que un impuesto sobre los diamantes y es de mayor
significación social y económica.
No es el volumen de la recaudación, ni la certidumbre de su cobro lo
que da preeminencia a los impuestos indirectos en el esquema de
apropiación del estado. Su cualidad más recomendable es que son
subrepticios. Es como si dijéramos tomar mientras la víctima no mira.
Quienes se esfuerzan por dar a los impuestos un carácter moral están en
la obligación de explicar la preocupación por parte del Estado por
esconder los impuestos en el precio de los bienes. ¿Hay en ello una
confesión de culpabilidad? En los últimos años, en su búsqueda de
ingresos adicionales, el Estado ha estado jugueteando con la idea de un
impuesto a las ventas, un precio por el permiso a vivir directo e
inequívoco: los estadistas más inteligentes se han opuesto a esta medida
por razones de conveniencia política. ¿Por qué? Si el Estado sirve a un
buen fin los productores difícilmente se opondrán a pagar su
sostenimiento.
Simplemente por razón del método, no deliberadamente, la tasación
indirecta genera un beneficio a los recaudadores privados y por esta
razón difícilmente puede esperarse una oposición a los pagos desde ese
rincón. Cuando el impuesto se paga antes de la venta se convierte en un
elemento de coste que debe añadirse a todos los demás costes al calcular
el precio. Como el beneficio esperado es un porcentaje del total, se
aprecia que el propio impuesto se convierte en una fuente de ingresos.
Cuando la mercancía debe pasar por las manos de varios procesadores y
distribuidores, los beneficios acumulados por el impuesto pueden ser tan
altos como la cantidad recaudada por el Estado, o incluso mayores. El
consumidor paga el impuesto más los beneficios compuestos. En este
aspecto son particularmente notorios los pagos aduaneros. Si seguimos la
importación de seda en bruto, del importador al limpiador, el hilador,
el tejedor, el acabador, el fabricante, el mayorista, el vendedor, cada
uno añadiendo su parte al precio pagado por su predecesor, vemos que en
el precio que paga la señora por su vestido hay mucho más de lo que
requiere el plan arancelario. Sólo este hecho ayuda a hacer a los
mercaderes y fabricantes indiferentes a los males del proteccionismo.
El apoyo tácito a los impuestos indirectos deriva de otro
subproducto. Cuando un desembolso considerable en impuestos es un
prerrequisito para iniciar un negocio, las grandes acumulaciones de
capital tienen una evidente ventaja competitiva y difícilmente podríamos
esperar de estos capitalistas que defiendan una rebaja en los
impuestos. Cualquier granjero puede fabricar whisky y muchos lo hacen,
pero la inversión necesaria en timbres fiscales y distintas tasas de
licencia hacen que la apertura de una destilería y la organización de
agencias de distribución sea un negocio sólo para grandes capitales. Los
impuestos han obligado a las agradables cantinas de propiedad
individual a dar paso al bar de lujo bajo hipoteca a la cervecera o la
destilería. Igualmente, la fabricación de cigarrillos se ha concentrado
en las manos de unas pocas corporaciones gigantescas con la ayuda de
nuestro sistema fiscal: cerca de tres cuartas partes del precio de venta
de un paquete de cigarrillos son una recarga por impuestos. Realmente
sería extraño que esos intereses fueran a oponerse a los impuestos
indirectos (lo que nunca harán), así que el consumidor desinformado, sin
voz y desorganizado se ve forzado a pagar el precio superior generado
por la competencia limitada.
Los impuestos directos se diferencian de los indirectos no sólo en la
forma de recaudación, sino asimismo en el hecho más importante de que no
pueden trasladarse: quienes los pagan no pueden reclamar su reembolso a
otros. La incidencia de los impuestos directos recae principalmente en
rentas y acumulaciones, en lugar de en bienes en el proceso de
intercambio. Se nos grava por lo que tenemos, no por lo que compramos,
en las ganancias empresariales o los pagos por servicios ya prestados,
no los ingresos anticipados. Así que no hay manera de pasar la carga. El
pagador no tiene alternativa.
Los claros impuestos directos son los que se recaudan en rentas,
herencias, donaciones, valor del terreno. Veremos que esas apropiaciones
se prestan a la propaganda de que paguen los ricos y se apoyan en la
envidia de los incompetentes, la amargura de la pobreza, la sensación de
injusticia que engendra nuestra economía monopolística. Se ha defendido
la fiscalidad directa desde los tiempos coloniales (junto con el
sufragio universal), como una implantación necesaria para la democracia,
como el instrumento esencial de “nivelación”. La oposición de los ricos
a los impuestos directos añadió virulencia a los reformistas que
defendían éstos. En tiempos normales, el Estado es incapaz de superar
esta oposición bien trenzada, organizada y plena de recursos. Pero
cuando la guerra o la necesidad de mejorar la pobreza masiva exprimen la
bolsa del Estado hasta su límite y nuevos impuestos indirectos se hacen
imposibles o amenazan la paz social, la oposición debe ceder. El Estado
nunca renuncia completamente a las prerrogativas que adquiere durante
una “emergencia” y así, después de una serie de guerras y depresiones,
los impuestos directos se convirtieron en parte integrante de nuestra
política fiscal y aquéllos en quienes recaen deben contentarse con
recortar los gravámenes o tratar de transferirlos de un hombro a otro.
Aunque se había previsto, durante los debates del impuesto sobre la
renta en la primera parte del siglo, la etiqueta de que paguen los ricos
resultó ser un término malévolamente equivocado. Era imposible que el
Estado se contuviera una vez que este instrumento de obtener ingresos
adicionales estuviera en sus manos. Una renta es una renta, venga de
dividendos, operaciones del mercado negro, ganancias del juego o simples
salarios. A medida que aumentan los gastos del Estado, lo que siempre
ocurre, las inhibiciones legales y consideraciones de justicia o
compasión se dejan de lado y el estado mete mano a todos los bolsillos.
Así, en Filadelfia, el poder político reclama que el empresario deduzca
una cantidad del sobre de la paga, no sólo como retención del salario,
sino aún más mediante los llamados impuestos de seguridad social. Por
cierto que éstos demuestran la completa inmoralidad del poder político.
Los impuestos de seguridad social no son sino impuestos a los salarios
en toda su extensión y se les dio un nombre equívoco deliberada y
maliciosamente. Incluso la parte que “paga” el empresario acaba siendo
abonada por el trabajador en el precio de los bienes que consume, pues
es obvio que esta parte es un mero coste de operación y se repercute con
un recargo. La recaudación de los impuestos de la seguridad social no
se deja aparte para pagar “beneficios” sociales, sino que se incluye en
el fondo fiscal general, sujeto a cualquier apropiación, y cuando se
acaba autorizando una miseria a un anciano, se paga con la recaudación
fiscal actual. No es comparable en modo alguno con un seguro, ficción
que se ha abierto paso en nuestra política fiscal, sino que es un
impuesto directo a los salarios.
Hay más gente en los tramos de bajos ingresos que en los altos; hay
más legados pequeños que grandes. Por tanto, en el total, aquéllos que
son menos capaces de soportar las cargas que paguen los ricos, son los
que las sufren. El intento de ocultar esta desigualdad por un sistema de
graduaciones no es real. Incluso un pequeño impuesto a una renta de mil
dólares anuales causará al pagador alguna dificultad, mientras que un
impuesto del 50% sobre cincuenta mil dólares deja suficiente para vivir
confortablemente. Hay una enorme diferencia entre arreglárselas sin un
nuevo automóvil y seguir usando unos pantalones con remiendos. También
debería recordarse que el ingreso del trabajador casi siempre está
limitado a los salarios, que son fáciles de registrar, mientras que las
grandes rentas derivan principalmente de negocios u operaciones de juego
y no son tan fáciles de percibir; ya sea por intentar pagar todo el
impuesto o por las necesarias ambigüedades que hacen que la cantidad
exacta sea asunto de conjeturas en la contabilidad, quienes tengan
grandes rentas se ven favorecidos. Son los pobres los que pagan más por
los impuestos “para que paguen los ricos”.
Los impuestos de todo tipo desalientan la producción. El hombre
trabaja para satisfacer sus deseos, no para financiar el Estado. Cuando
se le quitan los resultados de sus trabajos, sea por bandidos o por la
sociedad organizada, su inclinación es limitar su producción a la
cantidad que puede quedarse y disfrutar. Durante la guerra, cuando se
introdujo la retención en las nóminas, los trabajadores tenían que
adivinar la paga que llagaba a casa y se despedían cuando este neto,
después de impuestos, no mostraba ningún incremento comparado con el
trabajo extra que costaba: el ocio también es una satisfacción. El que
boxea por dinero rechaza otro compromiso lucrativo porque el ingreso
adicional lleva a su renta anual a un tramo impositivo más alto. De
forma parecida, todo empresario debe tener en consideración, cuando
sopesa el riesgo y la posibilidad de ganancia en una nueva empresa, la
certidumbre de una compensación en impuestos en caso de éxito, y el
tamaño de las acumulaciones de capital abortadas por los impuestos de
sucesiones.
Mientras nos ocupamos del asunto del desaliento de la producción por
los impuestos, no deberíamos olvidar el mayor peso de los impuestos
indirectos, aunque esto no sea tan obvio. El nivel de producción de una
nación viene determinado por el poder de compra de sus ciudadanos y en
la medida en que este poder viene minado por los gravámenes, el nivel de
la producción se reduce proporcionalmente. Es un silogismo estúpido y
perfectamente indecente mantener que lo que recauda el Estado lo gasta y
que por tanto no hay rebaja en el poder total de compra. Los ladrones
también gastan su botín con mucha más generosidad que los verdaderos
propietarios y basándose en el gasto podríamos hacer una defensa del
valor social del robo. Es la producción, no el gasto, lo que engendra
producción. Sólo mediante la aportación de contribuciones
comercializables al fondo general de riqueza se aceleran los engranajes
de la industria. Por el contrario, toda deducción de este fondo general
de riqueza ralentiza la industria y todo gravamen a los ahorros desanima
la acumulación de capital. ¿Por qué trabajar si no se gana nada? ¿Por
qué abrir un negocio para sostener a los políticos?
En principio, como percibieron los redactores de la Constitución, el
impuesto directo es el peor, pues niega directamente la sacralidad de la
propiedad privada. Por su mismo sigilo, el impuesto indirecto es un
reconocimiento ambiguo del derecho del individuo a sus ganancias: el
Estado se acerca sigilosamente al propietario, por decirlo así, y se
lleva lo que necesita alegando dicha necesidad, pero no tiene la
temeridad de cuestionar el derecho del propietario a sus bienes. Sin
embargo el impuesto directo proclama rotunda y descaradamente el derecho
prioritario del Estado sobre todas las propiedades. La propiedad
privada se convierte en una concesión temporal y revocable. El ideal
jeffersoniano de derechos inalienables se ve así liquidado y sustituido
por el concepto marxista de la supremacía del estado. Es mediante la
política fiscal, más que mediante la revolución violenta o la apelación a
la razón o la educación popular o cualquier fuerza histórica
ineluctable, mediante la que se lleva a cabo lo sustancial del
socialismo. Advirtamos cómo se ha logrado la centralización que deseaba
Alexander Hamilton a partir de la implantación del impuesto federal
sobre la renta, cómo se ha disuelto en la práctica la unión de
comunidades independientes. Las comunidades se han reducido a distritos,
el individuo ya no es un ciudadano de su comunidad, sino un súbdito del
gobierno federal.
Una inmoralidad básica se convierte en el centro de un vórtice de
inmoralidades. Cuando el Estado invade el derecho del individuo al
producto de su trabajo se apropia de una autoridad contraria a la
naturaleza de las cosas y por tanto establece un modelo no ético de
comportamiento, tanto para él como para aquéllos contra los que ejercita
su autoridad. Así que el impuesto sobre la renta ha hecho al Estado
cómplice de lo obtenido del crimen; la ley no puede distinguir entre
rentas derivadas de la producción y rentas derivadas del robo; no le
preocupa su origen. Igualmente esta negación de la propiedad genera un
resentimiento que se convierte en perjurio y falta de honradez. Hombres
que en sus asuntos personales difícilmente recurrirían a esos métodos, o
que se verían en el ostracismo social por practicarlos, se enorgullecen
y les felicitan al evadir las leyes del impuesto de la renta: se
considera adecuado emplear las mentes más hábiles para esto. Aún más
degradante es animar al espionaje mutuo mediante sobornos. Ninguna otra
medida en la historia de este país ha causado una indiferencia de
principios comparable en los asuntos públicos o ha tenido un efecto tan
deteriorante en la moralidad.
Para abrirse paso a la buena voluntad de sus víctimas, los impuestos
se han rodeado de doctrinas de justificación. Ninguna ley que no tenga
la aprobación o aquiescencia pública puede implantarse y para obtener
ese apoyo debe dirigirse a nuestro sentido de la rectitud. Esto es
particularmente necesario para normas que autoricen a llevarse la
propiedad privada.
Hasta hace poco, los impuestos se defendían por la necesidad de
mantener las funciones necesarias del gobierno, llamadas generalmente
“servicios sociales”. Pero, al ser parte de la naturaleza del poder
político que no puede restringirse el área de su actividad, su expansión
se produce en proporción a la falta de resistencia que encuentra. La
resistencia al ejercicio de este poder refleja un espíritu de confianza
en sí mismo, que a su vez depende de un sentimiento de seguridad
económica. Cuando falla una economía en general, la inclinación de la
gente, desconcertada por no entender sus causas básicas, es dirigirse a
cualquier curandero que prometa alivio. El político sirve con gusto para
esto: sus honorarios son el poder, implantado con dinero. Ocultas a la
opinión pública están las acciones del poder político en el fondo del
mal económico, como los privilegios de monopolio, las guerras y los
propios impuestos. Por tanto la promesa de alivio es suficiente por sí
misma y se produce el acuerdo. Así ha resultado que el área del poder
político ha invadido cada vez más actividades sociales y con cada
expansión se añade otra justificación para los impuestos. La actual
filosofía tiende hacia la identificación de la política con la sociedad,
la erradicación del individuo como unidad esencial y la sustitución de
un total metafísico y por tanto la eliminación del concepto de propiedad
privada. Ahora los impuestos se justifican no por la necesidad de
ingresar para gestionar los servicios sociales específicos, sino como un
medio necesario para un mejoramiento social no especificado.
Ambos postulados de los impuestos son en realidad idénticos en que
derivan de la aceptación de un derecho prioritario del estado a los
productos del trabajo, pero a afectos del análisis es mejor tratarlos
por separado.
Los impuestos para servicios sociales dan a entender un intercambio
equitativo. Sugiere un quid pro quo, una relación de justicia. Pero la
condición esencial de los intercambios, que es que deben realizarse
voluntariamente, está ausente en los impuestos: su mismo uso de la
compulsión elimina a los impuestos del campo del comercio y les pone
directamente en el de la política. Los impuestos no pueden compararse a
deudas pagadas a una organización voluntaria por esos servicios como
cabe esperar de sus miembros, porque no existe la posibilidad de
abandono. Al rechazar un intercambio podemos denegarnos un beneficio,
pero la única alternativa al pago de impuestos es la cárcel. La
sugerencia de la equidad en la tasación es falaz. Si obtenemos algo de
los impuestos que pagamos no es porque queramos: nos viene impuesto.
En relación con los servicios sociales, una comunidad puede
compararse con un gran edificio de oficinas en el que los ocupantes,
realizando negocios muy diversos, hacen uso de instalaciones comunes,
como ascensores, limpieza, calefacción, etc. Cuantos más inquilinos haya
en el edificio, más dependientes son todos de estas especializaciones
generales y los operadores del edificio las suministran a una tarifa a
prorrata: la tarifa se incluye en el alquiler. Cada uno de los
inquilinos puede realizar sus negocios más eficientemente porque no
tiene que ocuparse de su parte en las tareas generales.
Así son los ciudadanos de una comunidad más capaces de desarrollar
sus distintas ocupaciones porque se mantienen las calles, los bomberos
están alerta, el departamento de policía ofrece protección a la vida y
la propiedad. Cuando una sociedad se está organizando, como un pueblo
fronterizo, la necesidad de estos servicios generales se cubre mediante
trabajo voluntario. La carretera se mantiene abierta por sus usuarios,
hay un departamento voluntario de bomberos, el anciano respetado realiza
las tareas de un juez. A medida que crece el pueblo, estos trabajos
extra se convierten en demasiado onerosos y complicados para los
voluntarios, cuyos asuntos privados deben sufrir por el aumento en la
demanda, así que aparece la necesidad de contratar especialistas. Para
cubrir el gasto, se dice, debe recurrirse a los impuestos obligatorios y
la pregunta es ¿por qué deben los residentes verse obligados a pagar
por quitarles el trabajo que antes realizaban por propia voluntad? ¿Por
qué la coerción es correlativa a los impuestos?
No es verdad que los servicios serían imposibles sin los impuestos:
esa afirmación viene negada por el hecho de que los servicios aparecen
antes de que se introduzcan los impuestos. Los servicios aparecen porque
se necesitan. Se pagan porque hay una necesidad de ellos al principio
con trabajo y, en algunos pocos casos, con contribuciones voluntarias de
bienes y dinero: el intercambio es sin coacción y por tanto justo. Sólo
cuando el poder político se apropia de la gestión de estos servicios
aparece el impuesto obligatorio. No es el coste de los servicios lo que
obliga a los impuestos, es el coste del mantenimiento del poder
político.
En el caso de los servicios generales en el edificio, el coste se
cubre mediante el pago de la renta en proporción de acuerdo con el
tamaño y ubicación del espacio ocupado y la cantidad la fija el único
árbitro equitativo del valor, la competencia. Igualmente en la comunidad
en crecimiento el coste de los servicios sociales podría cobrarse
equitativamente por la ocupación de puestos dentro de la comunidad y
esta carga se fijaría inmediatamente porque lo establece la negociación y
operación del mercado. Cuando buscamos el origen del valor de estas
ubicaciones descubrimos que deriva de la presencia y actividad de la
población: cuanta más gente compita por el uso de esas posiciones, mayor
será su valor. También es cierto que con el crecimiento de la población
se produce un aumento de la necesidad de servicios sociales, y
parecería que los valores que aparecen por la integración deberían en
justicia ser aplicados a la necesidad que también deriva de ella. En una
polis libre de coacción política se aplicaría un acuerdo así y en
algunos casos históricos de poder político débil descubrimos que la
renta inmobiliaria se usó de esta forma social.
Toda la historia apunta al fin económico del poder político. Es el
instrumento efectivo de las prácticas de explotación. Hablando en
general, la evolución de la explotación política sigue un patrón fijo:
robo dándose a la fuga, tributos regulares, esclavitud, percepción de
rentas. En la etapa final, y después de una larga experiencia, la
percepción de rentas se convierte en el principal método de explotación y
el poder político necesario para ello se financia con los tributos a la
producción, Siglos de acomodamiento nos han habituado al negocio, la
ley y la costumbre le han dado un aura de rectitud: la apropiación
pública de la propiedad privada mediante los impuestos y la apropiación
privada de la propiedad pública mediante percepción de rentas se han
convertido en instituciones incuestionables. Son nuestras mores.
Y así, a medida que crecen las integraciones sociales y la necesidad
de servicios generales crece a la vez, nos dirigimos a los impuestos por
un largo hábito. No conocemos otro camino. Entonces, ¿por qué
protestamos por pagar impuestos? ¿Puede ser que seamos, en el fondo,
concientes de una iniquidad? Están las facilidades de las calles,
mantenerlas limpias y luminosas, el suministro de agua, el
alcantarillado, etc., que hacen a todos nuestra permanencia en la
comunidad cómoda y confortable y el coste debe sufragarse. El coste se
sufraga con nuestros salarios. Pero luego descubrimos que por una
determinada cantidad de trabajo no ganaríamos más de lo que podríamos en
una comunidad que no tenga estas ventajas. En la periferia, la tarifa
por hora, para el mismo tipo de trabajo, es el mismo que en la
metrópolis. El capital no gana menos, por dólar invertido, en Main
Street que en Broadway. Es cierto que en una metrópolis tenemos más
oportunidades de trabajar y podemos trabajar más duro. En el pueblo, el
tempo es más lento, trabajan menos y ganan menos. Pero cuando oponemos a
nuestras mayores ganancias el coste de rentas e impuestos de la gran
ciudad, ¿tenemos más satisfacciones? No necesitamos ser economistas para
apreciar la incongruencia.
Si trabajamos más en la ciudad, producimos más. Si, por otro lado, no
tenemos más en neto ¿a dónde va el aumento? Bueno, donde está ahora el
edificio del banco había en otros tiempos una pocilga y en lo que una
vez fue el terreno de un establo ahora están los grandes almacenes. El
valor de estos sitios ha aumentado tremendamente, en realidad en
proporción a la multiplicidad de los servicios sociales que reclama la
floreciente población. Así que el lugar en que acaba nuestro incremento
de productividad es en los terrenos y los propietarios de éstos son de
hecho los beneficiarios de los servicios sociales para el mantenimiento
de los cuales nos vemos obligados a renunciar a nuestros salarios.
Por tanto es el terrateniente el que se beneficia de los impuestos.
Realmente él posee los servicios sociales pagados por la producción. Lo
sabe, actúa descaradamente, nos lo dice siempre que pone su propiedad en
venta. En sus anuncios habla acerca de las facilidades de transporte de
las que disfruta, la escuela cercana, la eficiente protección de
bomberos y policía pagados por la comunidad: capitaliza todas estas
ventajas en su precio. Todo está claro y encima de la mesa. Lo que no se
anuncia es que los servicios sociales que ofrece en venta se han pagado
mediante cargas obligatorias recaudadas de lo que produce el público.
Esta gente recibe por sus molestias el vacuo placer de escribir a sus
primos del pueblo acerca de las maravillas de la gran ciudad,
especialmente la maravilla de ser capaz de trabajar más intensamente
para poder pagar las maravillas.
Llegamos a que en la moderna doctrina tributaria su justificación es
el fin social al que se dedica el ingreso. Aunque se ha anunciado
descaradamente como un principio descubierto en los últimos años, la
práctica de los impuestos para la mejora de las condiciones sociales es
muy antigua: Roma lo hacía en su decadencia y los impuestos para
mantener las casas de pobres se recaudaban mucho antes de que el
trabajador social universitario les diera proporciones de panacea. Es
interesante advertir que esta doctrina se convirtió en una filosofía de
los impuestos durante la década de la Depresión, la de 1930. Así que se
califica a sí misma como el remedio humanitario para la enfermedad de
los pobres en medio de la abundancia, el tratamiento caritativo de
primeros auxilios ante la injusticia aparente. Como todas las propuestas
que nacen de la bondad de corazón, la tributación para fines sociales
es un fácil tratamiento superficial de una enfermedad de raíces
profundas y como tal está destinado a hacer más mal que bien.
En primer lugar, esta doctrina rechaza inequívocamente el derecho de
la persona a su propiedad. Eso es básico. Habiendo establecido esta
premisa importante, se salta a la conclusión de que la “necesidad
social” es el fin de toda producción, que el hombre trabaja, o debería
trabajar, por el bien de la masa. Los impuestos son el medio apropiado
para difundir el resultado del trabajo. No preocupa el control de la
producción o los medios de adquirir la propiedad, sino sólo su
distribución. Por lo tanto, estrictamente hablando, la doctrina no es
socialista y sus defensores normalmente se apresuran a negar esa
acusación. Lo que proponen, según dicen, es una reforma, no una
revolución, como los niños cuyas inocentes hogueras incendian el bosque.
La doctrina no distingue entre propiedad adquirida por privilegio y
propiedad adquirida por producción. No puede, no debe, hacerlo, pues al
hacerlo cuestionaría la validez de la tributación en general. Por
ejemplo, si se aboliera la tributación, el coste de mantener los
servicios sociales de una comunidad no tendrían financiación (no hay
otras fuentes) y el privilegio de apropiarse de las rentas
desaparecería. Si se aboliera la tributación, las sinecuras de los
funcionarios se desvanecerían y esto constituye en el total un
privilegio que recae más duramente sobre la producción. Si se aboliera
la tributación, le deuda pública sería imposible, para consternación de
los tenedores de bonos. La tributación para fines sociales no contempla
la abolición del privilegio existente, sino que contempla el
establecimiento de nuevos privilegios burocráticos. Por eso no se atreve
a ocuparse del problema básico.
Además, al desanimar la producción como consecuencia de la imposición
de este plan, se agrava la condición que se esperaba corregir. Si Tom,
Dick y Harry se dedican a fabricar bienes y prestar servicios, quitar
algo a alguno, aunque lo que se les quite se le entregue a otro, debe
rebajar la economía de todos ellos. La opulencia de Tom, como
fabricante, se debe al hecho de que ha servido a Dick y Harry de una
forma que éstos encontraban deseable. Puede ser más trabajador o tener
mejores habilidades y por eso le favorecen siendo sus clientes; aunque
ha adquirido abundancia no la ha hecho a su costa: tiene porque ellos
tienen. En cualquier intercambio equitativo hay dos beneficios, el del
comprador y el del vendedor. Cada uno entrega lo que quiere menos por lo
que desea más y ambos consiguen un aumento en el valor. Pero cuando el
poder político priva a Tom de sus posesiones, éste cesa de ser cliente
de Dick y Harry en la cantidad desfalcada. Pierden a un cliente por el
importe del impuesto y en consecuencia pierden el empleo. El subsidio
que se les da realmente les empobrece, igual que ha empobrecido a Tom.
La economía de una comunidad no mejora con la distribución de lo que ya
se ha producido sino por un aumento en la abundancia de las cosas de las
que vive la gente; vivimos de la producción actual, no de la pasada.
Por tanto cualquier medida que desanime, restrinja o interfiera en la
producción debe rebajar la economía en general y está claro que la
tributación para fines sociales es una medida de este tipo.
Dejando aparte su economía, las implicaciones políticas de esta
política fiscal filantrópica no llevan a una revolución de primera
magnitud. Como la tributación, incluso cuando se disfraza de mejora
social, debe venir acompañada de compulsión, sus límites deben coincidir
con los del poder político. Si el fin a alcanzar es el “bien social” el
poder de apropiación puede perfectamente extenderse a toda la
producción, pues ¿quién puede decir dónde termina el “bien social”?
Actualmente el “bien social” incluye la escolarización gratuita
incluyendo cursos de postgrado y profesionales, la hospitalización y
servicios médicos gratuitos, seguro de desempleo y pensión de
jubilación, subvenciones al campo y ayudas a las industrias nacientes,
servicios de empleo gratuito y casas de renta baja, contribuciones a la
marina mercante y proyectos para el avance en las artes y las ciencias y
así sucesivamente, aproximándose al infinito. El “bien social” se ha
desparramado de una materia privada a otra y la definición de este
término indeterminado se hace cada vez más elástica. El derecho
democrático a estar equivocado, mal informado, mal aconsejado o incluso a
ser estúpido no supone una restricción a la imaginación de quienes se
dedican a interpretar la frase, y a donde va la interpretación, va el
poder de obligar al cumplimiento.
El final de la tributación para fines sociales es el absolutismo, no
sólo porque el creciente poder fiscal conlleva un aumento igual en el
poder político, sino porque la inversión de los ingresos en la persona
por parte del Estado le da un interés pecuniario a aquél. Si el Estado
le cubre todas sus necesidades y le mantiene sano y con cierto grado de
confort, debe considerarlo un activo valioso, una pieza de capital.
Cualquier reclamación de derechos individuales se liquida por la
inversión de dinero de la sociedad. El Estado se ocupa de proteger la
inversión de la sociedad, como el reembolso y el beneficio, por medio de
los impuestos. El poderoso motor alojado en cada individuo debe
dedicarse al mejor uso para la mejora de los fines sociales, tal y como
prevé la dirección. Así que el plan fiscal que empieza con la
distribución se ve forzado por la lógica de los acontecimientos al
control de la producción. Y el concepto de derechos naturales resulta
inconsistente con la obligación social del individuo. Vive para el
Estado que le alimenta. Pertenece al Estado por derecho de compra.
La declaración final de rectitud de la tributación es la fórmula de
capacidad de pago y resulta ser un caso con demasiada objeciones. En los
gravámenes a los bienes, de los que el estado obtiene la mayoría de sus
ingresos, la fórmula no es aplicable. Ya sea nuestro ingreso de mil
dólares al año o al día, el impuesto en una barra de pan es el mismo: la
capacidad de pago no interviene. A causa de los impuestos en los
productos de primera necesidad, el hombre pobre puede verse privado de
alguna satisfacción marginal, como una pipa de tabaco, mientras que el
rico, que paga los mismos impuestos en esos productos, difícilmente se
verá tentado de dejar su puro. En los más importantes impuestos
indirectos, por tanto, la fórmula mágica de la justicia social no
existe.
Sólo es aplicable para gravar ingresos antes de su gasto y aquí de
nuevo su declaración de equidad resulta ser falsa. Todo impuesto a los
salarios, no importa lo pequeño que sea, afecta al nivel de vida del
trabajador, mientras que el impuesto al rico sólo afecta a sus lujos. La
proclamación de equidad que implica la fórmula viene negada por este
hecho. De hecho esta afirmación sólo sería válida si el estado
confiscara todo por encima de un nivel de vida predeterminado e igual
para todos, pero entonces, claro, se habría establecido la igualdad en
la confiscación.
Pero de la capacidad de pago no puede venir nada bueno, porque es en
sí misma una inmoralidad. ¿Qué es sino la norma del bandolero de robar
donde le viene mejor? Ni el bandolero ni el recaudador de impuestos
piensan en el origen de la riqueza de la víctima, sólo en su cantidad.
El Estado no es muy distinto, al llevarse lo que puede, de ladrones,
asesinos o prostitutas reales o presuntos y su vigilancia sobre este
aspecto está tan firmemente establecida que los que quebrantan otras
leyes encuentran sensato cumplir escrupulosamente con el impuesto de la
renta. Sin embargo, la capacidad de pago tiene apoyo popular (y debe
reconocerse como la razón de su promulgación) a causa de cualidad
implícita de justicia. Es una apelación a la envidia de los
incompetentes así como al desafecto de las masas otorgado a la pobreza
involuntaria por nuestro sistema de privilegios.
Para apoyar la fórmula existe el argumento de que las rentas están
relacionadas con las oportunidades permitidas por el Estado y que la
cantidad del impuesto es meramente un pago por estas oportunidades. De
nuevo el quid pro quo. Esto es sólo parcialmente cierto y en un sentido
no pretendido por los defensores de esta fórmula fiscal. Allá donde el
ingreso deriva del privilegio (y todo privilegio se basa en el poder del
estado) es evidentemente justo que el estado confisque lo recaudado,
aunque sería más justo si el estado no estableciera el privilegio en
primer lugar. La renta de monopolio de recursos naturales, por ejemplo,
es un ingreso por el que no se rinde ningún servicio a la sociedad y se
recauda sólo porque el estado lo apoya: un impuesto del 100% sería por
tanto igual de equitativo. Los beneficios de los aranceles
proteccionistas serían justos para el recaudador de impuestos. Un
gravamen a todos los negocios subvencionados por la cantidad total de
las subvenciones, tendría sentido, aunque seguiría requiriendo
explicación el otorgamiento de subvenciones. Recompensas, subsidios de
desempleo, beneficios del “mercado negro” posibilitados por las
restricciones políticas, los beneficios sobre contratos con el gobierno…
todo ingreso que desaparecería si el estado suprimiera su apoyo, podría
ser adecuadamente gravado. En ese caso, el Estado estaría llevándose
aquello de lo que es responsable.
Pero ese no es el argumento de los energúmenos de la capacidad de
pago. Éstos insisten en que el Estado es un factor que contribuye a la
producción y que sus servicios tendrían que remunerarse adecuadamente;
la medida del valor de estos servicios es el ingreso de sus ciudadanos y
un impuesto gradual sobre estos ingresos es sólo la compensación
debida. Si las ganancias reflejan los servicios del Estado, se deduce
que las mayores ganancias derivan de mayores servicios y la conclusión
lógica es que el Estado es un mejor servidor de los ricos que de los
pobres. Puede que sea así, pero es dudoso que los expertos fiscales
deseen llegar a esa conclusión: lo que quieren que creamos es que el
Estado nos ayuda a mejorar nuestras circunstancias. Esa idea da lugar a
algunas preguntas provocativas. ¿Por el impuesto que paga el granjero
disfruta de mejor clima? ¿O el mercader de un mercado más activo?
¿Mejora la habilidad del mecánico por algo que hace el Estado con lo que
le quita? ¿Cómo puede el Estado estimular la imaginación del genio
creativo o añadir inteligencia al filósofo? ¿Cuándo el Estado se lleva
un dinero del jugador mejora su suerte? ¿Aumentan las ganancias de la
prostituta porque su comercio se legalice y grave? ¿Qué papel desempeña
el Estado en la producción para justificar su tajada? El Estado no da,
simplemente toma.
Sin embargo, todo este argumento es una concesión a la confusión con
la que la costumbre, la ley y los sofismas han ocultado el verdadero
carácter del sistema tributario. No puede haber un impuesto bueno ni
justo: todo impuesto se basa en la coacción.
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