sábado, 15 de septiembre de 2012

Libertad de ofender

Vicente Echerri

El asalto a la embajada de Estados Unidos en El Cairo y al consulado estadounidense en Bengasi, Libia, en el onceno aniversario de los ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono, viene a reafirmar la presunta causa de esos actos de violencia: el islam como una religión intolerante y bárbara según el tráiler de una película que circulara recientemente en la Internet.
La intolerancia religiosa es antigua y universal, derivada de la absurda creencia de que la codificación de una fe es una “revelación” divina y, en consecuencia, sacrosanta e inobjetable. Esta intolerancia se agudiza en los tres grandes monoteísmos que, en definitiva, no son más que réplicas de un mismo fenómeno: versiones más o menos alteradas de una cosmovisión semita que descubrió o inventó a un Dios implacable en las arideces de un desierto.

El judaísmo, gracias a un exilio bimilenario, sobre todo en Europa, se fue contaminando de presupuestos racionales; el cristianismo, su criatura más exitosa, terminó paganizándose en su larga asociación con los valores grecorromanos. De suerte que, a pesar de la intransigencia que aún pervive en sus Escrituras, y de los innumerables actos de violencia asociados a la fe (sobre todo de parte de cristianos), judaísmo y cristianismo son hoy religiones mucho más tolerantes e indulgentes con los que disienten de sus credos. Incluso la fragmentación del cristianismo en casi innumerables denominaciones y sectas ha contribuido a este acomodo. El islam, en cambio, en cualquiera de sus versiones, y a casi 14 siglos de fundado, sigue siendo de una intolerancia feroz que, lejos de atenuarse, se ha acrecentado en los últimos tiempos.
Por mucho que, en ánimo de apaciguar, nuestros líderes políticos y religiosos insistan en decirnos que el islam es una religión respetable y pacífica, los hechos demuestran lo contrario. Los más despreciables, inhumanos y canallescos actos de barbarie terrorista de los últimos 20 años han sido cometidos por musulmanes y, en casi todos los casos, en nombre de su fe. Es muy difícil eximir de responsabilidad a una religión que es sistemáticamente invocada por los perpetradores de estos crímenes. Si el islam sirve para justificar las atrocidades que a diario vemos y leemos en los medios de prensa, alguna conexión fundamental tiene con ellas.
Esas atrocidades y el credo que las ampara merecen y deben ser denunciados y desacralizados, sin temor a las reacciones que puedan provocarse. Se trata ciertamente de una confrontación de valores, entre los que prima la libertad a la que en Occidente debemos, más que a cualquier otra cosa, nuestra condición de personas. Esa libertad ampara a un empresario norteamericano para hacer la película La inocencia de los musulmanes, sin que nadie tenga que pedir excusas por ello, mucho menos el gobierno de Estados Unidos, lo cual no significa tampoco que esté de acuerdo con el mensaje que intenta transmitir la película. La libre opinión pública en un país democrático no puede estar, en modo alguno, supeditada a los actos de barbarie que se cometan o puedan cometerse movidos por el fanatismo.
Sin embargo, la embajada de Estados Unidos en El Cairo dio a conocer un comunicado en que, en lugar de condenar el asalto de que fue víctima, “condena los continuos esfuerzos de individuos desorientados por lastimar los sentimientos religiosos de los musulmanes”, excusa que le hace muy flaco servicio a la libertad de expresión, con la que los egipcios tendrían que familiarizarse si quieren realmente vivir en una democracia.
Sé que la religión y sus símbolos pueden provocar reacciones drásticas aun en nuestro secularizado mundo cristiano, como las que provocara el artista neoyorquino Andrés Serrano con su fotografía titulada “Piss Christ”, en la que se veía la imagen del crucificado sumergido en un vaso que contenía orina del artista y que unos manifestantes rompieron a martillazos en la ciudad de Aviñón; o la escultura “Christa” –un crucifijo con tetas– de Edwina Sandys (nieta, por más señas, de Winston Churchill) que produjo un revuelo en Nueva York cuando se expuso en la catedral de San Juan el Teólogo en la década del 80. En ambos casos, estas obras me parecieron de mal gusto y, en alguna medida, lastimaron mi visión tradicional de la iconografía cristiana; pero ese rechazo no me llevó a justificar una acción violenta ni a pretender que las autoridades reprimieran la libertad de expresión.
Lejos de ofrecer disculpas o de censurar a los que se valen de su libertad para denunciar al islam y sus símbolos, las democracias occidentales, y particularmente Estados Unidos, deberían respaldar cualquier esfuerzo que se haga por cuestionar la sacralidad que le sirve de base a la intolerancia fanática, sea ésta cual fuera. Si en verdad se quiere eliminar el terrorismo musulmán que al presente es una plaga en todo el mundo, hay que empezar por la deconstrucción de su fundamento teórico.

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