Ana Palacio
Ana Palacio, a former Spanish foreign minister and former Senior Vice President of the World Bank, is a member of the Spanish Council of State.
MADRID – La algarabía en
torno a la concesión de asilo por Ecuador al fundador de Wikileaks,
Julian Assange, oculta las esenciales incoherencias subyacentes. Sólo
examinando éstas entenderemos lo que realmente está en juego.
Para
empezar, Ecuador, cuya política en materia de libertades en general y
libertad de prensa en particular, es todo menos abierta, enarbola la
bandera del estado de derecho y el respeto a la libertad de expresión,
al tiempo que arroja dudas sobre Suecia, un país líder en materia garantías procesales y el derecho internacional.
Esta
incongruencia se completa con Baltasar Garzón, quien debe su proyección
internacional a la exitosa petición de extradición de Augusto Pinochet,
basada en una interpretación estricta del asilo político, que ahora, a
la cabeza del equipo jurídico de Assange, defiende una posición
radicalmente opuesta.
El
rechazo de Assange de la extradición a Suecia para ser cuestionado por
acusaciones de agresión sexual, se basa en la supuesta interferencia en
el caso por parte de los Estados Unidos, sin perjuicio de que ésta no se
haya materializado en forma ni manera algunas. Así, mientras Ecuador
ondea la bandera del colonialismo británico, lo esencial reside en que
tanto Assange cuanto Garzón o el presidente Rafael Correa de Ecuador
están utilizando la vieja y conocida consigna de “echar la culpa a los
Estados Unidos”, para evadir la Orden de Detención Europea dictada con
plenas garantías procesales en contra del primero, y con firmada por el
Tribunal Supremo de Reino Unido.
La
transcendencia de este asunto reside, más allá de los datos concretos
que lo integran, en el ascenso de un cierto tipo de populismo que se
envuelve en el estado de derecho a la vez que, invariablemente, socava
su alcance y respeto. Las altisonantes recientes declaraciones de
Ecuador relativas al caso, de las que se ha hecho especial eco la
organización internacional ALBA, que integra al país andino con otros
regímenes bien conocidos por situarse en los márgenes de la comunidad
internacional, como Venezuela y Cuba, desvían la atención respecto de la
realidad en materia de libertad de prensa y, en general, de garantías
legales. Ecuador ocupa el número 104 de 179 en la lista elaborada en
2011-2012 por Reporteros sin Fronteras (RSF), y es etiquetado como “parcialmente libre” con tendencia a la baja por el Índice de Freedom House (FHI) correspondiente a 2012.
Merece
también la pena señalar que Venezuela, el principal miembro de ALBA, no
recibe mejor clasificación (número 117 en la tabla de RSF y también
“parcialmente libre” según FHI). En marcado contraste, Suecia es uno de
los dos estados que consiguen excelentes puntuaciones tanto en lo
referente a libertades políticas como sociales, a la vez que encabeza el
grupo más distinguido de la tabla de RSF.
Prescindiendo
de las cifras, las mencionadas organizaciones de control denuncian como
Ecuador viene padeciendo un deterioro de las libertades debido a la
constante campaña de su presidente Rafael Correa en contra de los medios
de comunicación que les son críticos, al uso por parte del gobierno de
recursos estatales para influir en el resultado de un referéndum, y a la
reorganización de la judicatura en flagrante violación de las
disposiciones constitucionales. Entretanto, el reciente informe
del International Crisis Group sobre Venezuela, de junio de 2012, se
extiende en comentarios sobre la organización de las próximas elecciones
plagada de irregularidades, al tiempo que destaca la inexistencia de
una igualdad de condiciones en los medios de comunicación.
Todas
estas contradicciones quedan reflejadas, con alarde de lógica
populista, en una declaración del mismo presidente -de mayo de 2012- en
la que afirma “Saquémonos esa idea de pobres y valientes periodistas,
angelicales medios de comunicación tratando de decir la verdad; y
tiranos, autócratas, dictadores tratando de evitar aquello. No es
verdad. Es al revés. Los gobiernos que tratamos de hacer algo por las
grandes mayorías somos perseguidos por periodistas que creen que, por
tener un tintero y un micrófono, pueden desahogar hasta sus desafectos.
Porque muchas veces es sólo por antipatía que se pasan injuriando,
calumniando, etcétera. Medios de comunicación dedicados a defender
intereses privados. […] Se imagina usted, si yo quería hacer una medida
contra la banca para evitar, por ejemplo, la crisis y los abusos que
están sucediendo en Europa, particularmente en España […].Que no nos
engañemos. Saquémonos esas falsedades y estereotipos de gobiernos
malvados persiguiendo angelicales y valientes periodistas y medios de
comunicación. Frecuentemente es al revés.…..”. Causa estupefacción
añadida que esta manifestación surgiera en un encuentro televisado, nada
menos que con Julian Assange, el autoproclamado “cruzado” de la
libertad de expresión, emitido por un canal ruso propiedad de Vladimir
Putin.
Lamentablemente,
la caricatura del estado de derecho pergeñada por Assange, Correa y
otros populistas gana adeptos en amplias franjas de las opiniones
públicas del globalizado mundo de hoy. Y el peligro radica en la
aplicación contradictoria y selectiva de principios y preceptos
jurídicos o cuasi jurídicos que constituye el sello distintivo del
fenómeno al que nos enfrentamos, y su radical incompatibilidad con la
previsibilidad y generalidad en que se funda el imperio de la ley.
Mediante la distorsión de la realidad y la presentación deformada del
sistema legal sueco, reconocido portaestandarte de la seguridad jurídica
y la imparcialidad, así como del profesionalismo, los paladines de esta
subversión socavan los cimientos de un sistema internacional que actúa
de barrera contra los impulsos totalitarios.
Sin
perjuicio de lo anterior, el aspecto más sorprendente del caso Assange
reside en el estruendoso silencio de aquellos actores e instituciones
cuya existencia y legitimidad dimana de la integridad del concepto del
estado de derecho. Empezando por la Unión Europea, cuyo mutismo no cabe
más revelador. La página Web oficial del Servicio Europeo de Acción
Exterior recoge una superabundancia de pronunciamientos y condenas
relativos a cuestiones que van de Siria a Madagascar pasando por Tejas,
pero una búsqueda de la voz “Assange” muestra una única entrada de Abril
de 2012 sobre la reacción de Hassan Nasrallah a Wikileaks.
Nadie,
ni el a menudo prolijo Presidente de la Comisión Europea, José Manuel
Barroso, ni el siempre escurridizo Presidente del Consejo, Hermann von
Rumpoy, ni la cautelosa Alta Representante de la Unión para Asuntos
Exteriores y Política de Seguridad, Catherine Ashton, han considerado
que valga la pena salir al paso de infundadas críticas lanzadas contra
dos de sus estados miembros, ni defender un instrumento pregonado cómo
fundamental de la Unión -la Orden de Detención Europea-, origen de la
detención de Assange por las autoridades de Reino Unido.
¿Cómo
es que la Unión Europea, criticadísima por su proclividad a realizar
declaraciones y manifestaciones, permanece muda acerca de este asunto,
en el que su voz no sólo tiene sentido, sino que podría también tener
influencia? Es, pues, hora de que las voces del liderazgo europeo se
alcen altas y claras, marcando una dirección que, así lo esperamos,
inspire a otros dirigentes y organizaciones internacionales.
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