domingo, 16 de septiembre de 2012

Reformas de segunda generación en el campo



Juan José Rodríguez Prats  

La ideología de un país se refleja fundamentalmente en sus actividades agrícolas. Estados Unidos gana la batalla durante la “guerra fría” por la producción de alimentos, mientras el derrumbe de la URSS se explica, en parte, porque sus políticas agropecuarias fracasaron.
 
México ha tenido una política híbrida, confusa e ineficaz en esta materia. El ejido destruyó riqueza y repartió miseria. La reforma de 1992, simplemente, terminó con esa figura ya agotada. Además, el proceso para incentivar a los ejidatarios para convertirse en propietarios, espíritu original de los Constituyentes del 17, resultó burocrático, lento, tortuoso y de resultados precarios. Por ello es menester una segunda generación de reformas al campo.

 

Frank Tanenbaum señala: “El sistema latifundista mexicano no se destruyó con el fin de incrementar la producción de la tierra, sino a fin de aumentar la dignidad de aquellos que la trabajan”. Sin embargo, en la Ley de Patrimonio Ejidal del 25 de agosto de 1927, por primera vez se consigna que la propiedad ejidal es “inalienable e inembargable”, lo cual establece una capitis diminutio del ejidatario. Emilio Rabasa, célebre jurista mexicano, criticaba estas formas de propiedad “que no despiertan el sentimiento de individualidad” y que impiden la movilidad social.


En sus diálogos con Lázaro Cárdenas, el gran historiador Luis González y González recuerda que el general, al ver el progreso de San José de Gracia, donde la tierra fue entregada en propiedad, reconoció el error de no haberle dado esta característica al ejido. Según Florís Margadán, la idea de que el ejidatario no pueda vender su tierra no tiene nada de socialista, viene desde la ley Licinia Sextia de Tiberio Graco (367 a. C.).


Pueden precisarse dos etapas en el reparto de la tierra. La primera, caracterizada por el ejido restitutivo, buscaba revertir lo provocado por la ley Lerdo de 1856, que propició el despojo de sus tierras a las comunidades indígenas. Esta fue la bandera de Emiliano Zapata.


La segunda, desde 1934, consistió en la creación del ejido dotatorio: cualquier grupo de campesinos podía solicitar tierra; por tanto, prácticamente toda propiedad rural se tornó susceptible de reparto. Vicente Lombardo Toledano afirmó en su tiempo: “El ejido no es un organismo socialista de la agricultura (…) no puede haber organismos de producción socialista en un país capitalista”. Esa contradicción de origen explica nuestra realidad actual.


Hoy, nuestro mayor rezago se da en el campo al haber tres millones de parcelas de menos de cinco hectáreas. Si éstas se consolidaran y se convirtieran en empresas agropecuarias viables, se detonaría un enorme potencial para producir alimentos. La empresa es gigantesca e implica el involucramiento de los tres órdenes de gobierno. Demanda la reconversión productiva y la capacitación empresarial de los sujetos agrarios.


Quienes emigran a las zonas urbanas y al extranjero provienen de los estados donde más se repartió la tierra. Instrumentar más allá del Procede —un programa agrario que no propicia completa seguridad jurídica— un esquema que rompa con los intereses creados de comisariados ejidales y con muchos vicios acumulados en la política agraria nos debe llevar a disminuir la brutal dependencia del extranjero. Del consumo nacional, este año importaremos 79.0% de arroz, 34.7% de maíz y 62.8% de trigo.


Hay cierto vacío en las propuestas de partidos y gobierno en esta materia. Es preciso llenarlo. Hay muchos interesados en obstruir esta reforma, baste recordar la frase de Oscar Brauer Herrera, secretario de Agricultura y Ganadería con Luis Echeverría: “El ejido se hizo para votar, no para producir”.


Incorporar tierras ejidales al mercado le restituiría valor y llevaría a una regla muy simple: quien vende la tierra es porque no quiere o no puede cultivarla. Quien compra hace una inversión que debe recuperar.


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