Los militares y los gays
El próximo jueves se cumple un año desde la entrada en vigor de la
disposición firmada por el Presidente Obama, el Secretario de Defensa,
Leon Panetta, y el presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas
Armadas, Mike Mullen, que autoriza a los homosexuales a servir en el
ejército, la aviación, la marina y el cuerpo de infantes de marina de
los Estados Unidos. Con esa disposición, los máximos responsables de los
institutos armados “certificaron” que la participación de homosexuales y
lesbianas no “dañaría la preparación militar”. La certificación era la
condición que el Congreso había puesto en una ley emitida en diciembre
del año anterior para dejar sin efecto la política vigente hasta
entonces: la famosa orden ejecutiva dada por Bill Clinton en 1993 y
conocida como “No preguntar, no informar” (“Don´t Ask, Don´t Tell”).
Para entonces, los vientos soplaban a favor del cambio. Además de la
ley que aprobaba la presencia de gays y lesbianas en las Fuerzas Armadas
a condición de que los máximos responsables certificaran que ello no
afectaba el grado de preparación de los soldados, había una resolución
judicial de un tribunal federal que había declarado inconstitucional la
prohibición. El gobierno hubiera podido apelar, pero el clima de opinión
en el país desaconsejaba semejante cosa. Con casi tres años de
tardanza, Obama había hecho realidad su promesa de campaña.
El camino para llegar a ese hito histórico fue endemoniadamente
adverso. Aunque en la práctica había habido homosexuales sirviendo en
las Fuerzas Armadas desde siempre, la prohibición databa de los inicios
de la república. Durante las guerras revolucionarias contra Inglaterra,
las disposiciones contra la “sodomía” habían impedido legalmente la
participación de homosexuales. Mucho tiempo después, en vísperas del
ingreso a la Segunda Guerra Mundial, los institutos castrenses ampliaron
la definición y se dispuso que esa tendencia sexual fuera objeto de una
baja “deshonrosa”. Se consideraba a la homosexualidad una
psicopatología y se aplicaba al acusado la corte marcial ipso facto.
Muchas veces los militares gays acababan en hospitales psiquiátricos.
Durante la Segunda Guerra Mundial se volvió impráctico aplicar la
corte marcial a todo aquel que estuviera bajo esta acusación, de manera
que por razones más circunstanciales que principistas apareció en ese
momento el primer rayito de luz para la comunidad homosexual en el
ejército: los que no habían sido sorprendidos en conducta flagrante eran
dados de baja de forma “indeseable”, mientras que los que sí lo habían
sido debían cargar con el estigma de haber sido despachados de manera
“deshonrosa”. Aunque hoy parece infamante haber sido dado de baja de
forma “indeseable”, en la larga historia republicana de los Estados
Unidos se trataba del primer matiz atenuante en esta materia. En cierta
forma era el antecedente de la política que Clinton aplicaría después y
que distinguiría, ahora sí tajantemente, entre ser homosexual y tener
una conducta homosexual en el ejército y demás institutos armados.
Contra lo que cabría pensar, no fueron los alborotados años 60´, con
su revolución de las costumbres y su desafío de lo establecido, los que
vieron nacer al movimiento de activistas contra la prohibición que
impedía a personas homosexuales servir en las Fuerzas Armadas. Este
movimiento no cobró notoriedad hasta entrados los años 70´. Tuvo su
momento estelar con la portada de “Time”, que en 1975 (cuando una
portada de esta revista importaba mucho) puso en el ojo del país el caso
del sargento Leonard Matlovich, un veterano de Vietnam que declaró sin
ambages a dicho medio: “Soy homosexual”. Su caso -la Fuerza Aérea lo
había dado de baja y él había apelado a los tribunales- se volvió una
causa célebre. Pasaron muchos años antes de que la justicia fallara en
una instancia intermedia a su favor, pero su institución le ofreció
dinero a cambio de reinstaurarlo. El aceptó. Su muerte, a causa de
complicaciones provocadas por el virus VIH a fines de los años 80´,
sirvió para renovar los bríos de una campaña nacional que para entonces
llevaba algunos años.
Como ha sido el caso con todos los movimientos relacionados con lo
que aquí se conoce como “derechos civiles”, tuvo que pasar mucho tiempo
hasta que la política del “establishment” abriera sus puertas en serio
al debate en torno a este asunto. El debate cristalizó en la campaña de
1992, cuando Bill Clinton, el ex gobernador de Arkansas que ganó las
primarias demócratas, ofreció abiertamente eliminar la prohibición.
Todavía en ese momento se decía en el Código Uniforme de Justicia
Militar (artículo 125) que quien practicara una “copulación carnal
antinatural con otra persona del mismo sexo o el sexo opuesto o con un
animal” era “culpable de sodomía”. Si el acusado no había sido pillado
en un acto homosexual pero la investigación determinaba que esa era su
tendencia, se le aplicaba un proceso judicial rápido y menor, y se le
daba la baja. Si lo había sido, a menudo se le aplicaba una corte
marcial. Lo que proponía Clinton iba contra una antigua tradición que en
ese momento seguía plenamente vigente y tenía el respaldo de la alta
oficialidad.
Con cierta ingenuidad, el joven Presidente mandó preparar una orden
ejecutiva nada más asumir el mando para cumplir su promesa. De inmediato
se produjo una reacción furibunda al interior de los institutos
castrenses y del Congreso, donde los demócratas, el partido del
Presidente, eran mayoría. Muy pronto fue evidente que los congresistas
opuestos tenían votos suficientes para aprobar una ley que mantuviera la
prohibición y por tanto neutralizara una eventual orden ejecutiva de
Clinton. Y lo que era peor, también alcanzaban una suma suficiente para
revertir un eventual veto presidencial a una eventual ley de este tipo.
El desgaste político que esa primera gran batalla supuso para Clinton -y
que él narra con detalle en sus memorias- es visto hoy por los
historiadores como referente sobre los riesgos de no organizar las
prioridades de la agenda eficientemente.
Clinton se vio obligado a negociar para evitar una ley que hubiera
supuesto una derrota humillante. El resultado fue la orden ejecutiva
“Don´t Ask, Don´t Tell” que expidió la Casa Blanca en diciembre de 1993.
Era un avance, de todas formas. Se eliminaba del cuestionario para
aspirantes toda pregunta sobre preferencias sexuales y se ponía fin a la
práctica de investigar denuncias que no tuvieran que ver con actos de
conducta fehacientemente homosexual. Además, se daba la baja “honorable”
a quienes fueran expulsados por conducta homosexual.
Los militares, los republicanos y los demócratas más conservadores,
especialmente los del Sur, se habían aliado para impedir que Clinton
cumpliese cabalmente su promesa. El trauma fue tan grande, que el país
debió esperar hasta 2008, con ocasión de la campaña de Obama, para que
el asunto volviera nuevamente al tapete de una justa presidencial en
serio. El actual Presidente, como lo había hecho Clinton dos décadas
antes, creyó que la mentalidad había cambiado lo suficiente como para
arriesgarse a desafiar abiertamente la prohibición a las puertas del
poder.
Se equivocó. Aunque para entonces ya una mayoría de demócratas y un
número importante de independientes estaba a favor del cambio de
política, había en el “establishment” resistencias suficientes como para
hacerle ver al mandatario recién estrenado que podía perder esa pelea.
Por tanto, y decepcionando abiertamente a la comunidad homosexual, el
flamante Presidente decidió no darla. “No es el momento”, dijo,
calculando que debía reservar sus energías para otras confrontaciones,
especialmente la reforma del sistema del cuidado de la salud, que
también despertaba escepticismo en sectores conservadores de su propio
partido.
Incluso en julio de 2011, cuando una corte federal declaró la
prohibición inconstitucional, la Administración Obama amagó con defender
la política vigente, dando a entender en un primer momento que
apelaría. Pero muy poco después, en un viraje que sorprendió a muchos en
su propio partido, decidió no apelar y más bien emitir, junto con Leon
Panetta y Mike Mullen, la disposición que eliminaba la prohibición al
cumplir la condición que había fijado la ley medio año antes. Como queda
dicho, esa ley, aprobada en diciembre de 2010, eliminaba la prohibición
siempre y cuando el Presidente, el responsable del Pentágono y el
militar de mayor autoridad “certificaran” que los homosexuales no
dañaban la preparación militar.
Da una idea de lo definitivo de esta victoria de la comunidad
homosexual y de los sectores más liberales del país el que el Partido
Republicano, hoy claramente corrido a la derecha en temas valóricos, no
haga cuestión de Estado en esta materia ni prometiera, durante las
elecciones primarias, por boca de sus principales candidatos, revertir
la decisión. En la reciente Convención que proclamó candidato a Mitt
Romney en Tampa, las únicas referencias figuraron discretamente en el
programa de gobierno del partido, que no es vinculante, de un modo muy
sutil y que se presta a una interpretación ambigua. Todo indica que los
republicanos no darían marcha atrás.
La decisión será materia de estudio por mucho tiempo. Distintos
sectores tratarán de medir su impacto en las Fuerzas Armadas y
probablemente ella servirá de referente en el extranjero. La única
investigación en profundidad que se conoce hasta ahora, un año después
de que se diera el cambio de política, la hizo el Palm Center, vinculado
a la Escuela de Derecho de la Universidad de California en Los Angeles,
y estuvo a cargo del profesor Aaron Belkin. Consistió en parte en
entrevistar a un grupo de generales y almirantes retirados que en 2009
habían firmado un manifiesto afirmando que eliminar la prohibición
“rompería” las Fuerzas Armadas, compuestas de voluntarios. La minoría de
ellos que aceptó responder preguntas reconoció que el cambio de
política “no ha tenido impacto en la preparación o en las dimensiones
componentes, incluida la cohesión, el reclutamiento, la retención, los
asaltos, el acoso o la moral”.
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