domingo, 16 de septiembre de 2012

Los militares y los gays

Los militares y los gays

SoldierPor Alvaro Vargas Llosa
El próximo jueves se cumple un año desde la entrada en vigor de la disposición firmada por el Presidente Obama, el Secretario de Defensa, Leon Panetta, y el presidente del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, Mike Mullen, que autoriza a los homosexuales a servir en el ejército, la aviación, la marina y el cuerpo de infantes de marina de los Estados Unidos. Con esa disposición, los máximos responsables de los institutos armados “certificaron” que la participación de homosexuales y lesbianas no “dañaría la preparación militar”. La certificación era la condición que el Congreso había puesto en una ley emitida en diciembre del año anterior para dejar sin efecto la política vigente hasta entonces: la famosa orden ejecutiva dada por Bill Clinton en 1993 y conocida como “No preguntar, no informar” (“Don´t Ask, Don´t Tell”).
Para entonces, los vientos soplaban a favor del cambio. Además de la ley que aprobaba la presencia de gays y lesbianas en las Fuerzas Armadas a condición de que los máximos responsables certificaran que ello no afectaba el grado de preparación de los soldados, había una resolución judicial de un tribunal federal que había declarado inconstitucional la prohibición. El gobierno hubiera podido apelar, pero el clima de opinión en el país desaconsejaba semejante cosa. Con casi tres años de tardanza, Obama había hecho realidad su promesa de campaña.

El camino para llegar a ese hito histórico fue endemoniadamente adverso. Aunque en la práctica había habido homosexuales sirviendo en las Fuerzas Armadas desde siempre, la prohibición databa de los inicios de la república. Durante las guerras revolucionarias contra Inglaterra, las disposiciones contra la “sodomía” habían impedido legalmente la participación de homosexuales. Mucho tiempo después, en vísperas del ingreso a la Segunda Guerra Mundial, los institutos castrenses ampliaron la definición y se dispuso que esa tendencia sexual fuera objeto de una baja “deshonrosa”. Se consideraba a la homosexualidad una psicopatología y se aplicaba al acusado la corte marcial ipso facto. Muchas veces los militares gays acababan en hospitales psiquiátricos.
Durante la Segunda Guerra Mundial se volvió impráctico aplicar la corte marcial a todo aquel que estuviera bajo esta acusación, de manera que por razones más circunstanciales que principistas apareció en ese momento el primer rayito de luz para la comunidad homosexual en el ejército: los que no habían sido sorprendidos en conducta flagrante eran dados de baja de forma “indeseable”, mientras que los que sí lo habían sido debían cargar con el estigma de haber sido despachados de manera “deshonrosa”. Aunque hoy parece infamante haber sido dado de baja de forma “indeseable”, en la larga historia republicana de los Estados Unidos se trataba del primer matiz atenuante en esta materia. En cierta forma era el antecedente de la política que Clinton aplicaría después y que distinguiría, ahora sí tajantemente, entre ser homosexual y tener una conducta homosexual en el ejército y demás institutos armados.
Contra lo que cabría pensar, no fueron los alborotados años 60´, con su revolución de las costumbres y su desafío de lo establecido, los que vieron nacer al movimiento de activistas contra la prohibición que impedía a personas homosexuales servir en las Fuerzas Armadas. Este movimiento no cobró notoriedad hasta entrados los años 70´. Tuvo su momento estelar con la portada de “Time”, que en 1975 (cuando una portada de esta revista importaba mucho) puso en el ojo del país el caso del sargento Leonard Matlovich, un veterano de Vietnam que declaró sin ambages a dicho medio: “Soy homosexual”. Su caso -la Fuerza Aérea lo había dado de baja y él había apelado a los tribunales- se volvió una causa célebre. Pasaron muchos años antes de que la justicia fallara en una instancia intermedia a su favor, pero su institución le ofreció dinero a cambio de reinstaurarlo. El aceptó. Su muerte, a causa de complicaciones provocadas por el virus VIH a fines de los años 80´, sirvió para renovar los bríos de una campaña nacional que para entonces llevaba algunos años.
Como ha sido el caso con todos los movimientos relacionados con lo que aquí se conoce como “derechos civiles”, tuvo que pasar mucho tiempo hasta que la política del “establishment” abriera sus puertas en serio al debate en torno a este asunto. El debate cristalizó en la campaña de 1992, cuando Bill Clinton, el ex gobernador de Arkansas que ganó las primarias demócratas, ofreció abiertamente eliminar la prohibición. Todavía en ese momento se decía en el Código Uniforme de Justicia Militar (artículo 125) que quien practicara una “copulación carnal antinatural con otra persona del mismo sexo o el sexo opuesto o con un animal” era “culpable de sodomía”. Si el acusado no había sido pillado en un acto homosexual pero la investigación determinaba que esa era su tendencia, se le aplicaba un proceso judicial rápido y menor, y se le daba la baja. Si lo había sido, a menudo se le aplicaba una corte marcial. Lo que proponía Clinton iba contra una antigua tradición que en ese momento seguía plenamente vigente y tenía el respaldo de la alta oficialidad.
Con cierta ingenuidad, el joven Presidente mandó preparar una orden ejecutiva nada más asumir el mando para cumplir su promesa. De inmediato se produjo una reacción furibunda al interior de los institutos castrenses y del Congreso, donde los demócratas, el partido del Presidente, eran mayoría. Muy pronto fue evidente que los congresistas opuestos tenían votos suficientes para aprobar una ley que mantuviera la prohibición y por tanto neutralizara una eventual orden ejecutiva de Clinton. Y lo que era peor, también alcanzaban una suma suficiente para revertir un eventual veto presidencial a una eventual ley de este tipo. El desgaste político que esa primera gran batalla supuso para Clinton -y que él narra con detalle en sus memorias- es visto hoy por los historiadores como referente sobre los riesgos de no organizar las prioridades de la agenda eficientemente.
Clinton se vio obligado a negociar para evitar una ley que hubiera supuesto una derrota humillante. El resultado fue la orden ejecutiva “Don´t Ask, Don´t Tell” que expidió la Casa Blanca en diciembre de 1993. Era un avance, de todas formas. Se eliminaba del cuestionario para aspirantes toda pregunta sobre preferencias sexuales y se ponía fin a la práctica de investigar denuncias que no tuvieran que ver con actos de conducta fehacientemente homosexual. Además, se daba la baja “honorable” a quienes fueran expulsados por conducta homosexual.
Los militares, los republicanos y los demócratas más conservadores, especialmente los del Sur, se habían aliado para impedir que Clinton cumpliese cabalmente su promesa. El trauma fue tan grande, que el país debió esperar hasta 2008, con ocasión de la campaña de Obama, para que el asunto volviera nuevamente al tapete de una justa presidencial en serio. El actual Presidente, como lo había hecho Clinton dos décadas antes, creyó que la mentalidad había cambiado lo suficiente como para arriesgarse a desafiar abiertamente la prohibición a las puertas del poder.
Se equivocó. Aunque para entonces ya una mayoría de demócratas y un número importante de independientes estaba a favor del cambio de política, había en el “establishment” resistencias suficientes como para hacerle ver al mandatario recién estrenado que podía perder esa pelea. Por tanto, y decepcionando abiertamente a la comunidad homosexual, el flamante Presidente decidió no darla. “No es el momento”, dijo, calculando que debía reservar sus energías para otras confrontaciones, especialmente la reforma del sistema del cuidado de la salud, que también despertaba escepticismo en sectores conservadores de su propio partido.
Incluso en julio de 2011, cuando una corte federal declaró la prohibición inconstitucional, la Administración Obama amagó con defender la política vigente, dando a entender en un primer momento que apelaría. Pero muy poco después, en un viraje que sorprendió a muchos en su propio partido, decidió no apelar y más bien emitir, junto con Leon Panetta y Mike Mullen, la disposición que eliminaba la prohibición al cumplir la condición que había fijado la ley medio año antes. Como queda dicho, esa ley, aprobada en diciembre de 2010, eliminaba la prohibición siempre y cuando el Presidente, el responsable del Pentágono y el militar de mayor autoridad “certificaran” que los homosexuales no dañaban la preparación militar.
Da una idea de lo definitivo de esta victoria de la comunidad homosexual y de los sectores más liberales del país el que el Partido Republicano, hoy claramente corrido a la derecha en temas valóricos, no haga cuestión de Estado en esta materia ni prometiera, durante las elecciones primarias, por boca de sus principales candidatos, revertir la decisión. En la reciente Convención que proclamó candidato a Mitt Romney en Tampa, las únicas referencias figuraron discretamente en el programa de gobierno del partido, que no es vinculante, de un modo muy sutil y que se presta a una interpretación ambigua. Todo indica que los republicanos no darían marcha atrás.
La decisión será materia de estudio por mucho tiempo. Distintos sectores tratarán de medir su impacto en las Fuerzas Armadas y probablemente ella servirá de referente en el extranjero. La única investigación en profundidad que se conoce hasta ahora, un año después de que se diera el cambio de política, la hizo el Palm Center, vinculado a la Escuela de Derecho de la Universidad de California en Los Angeles, y estuvo a cargo del profesor Aaron Belkin. Consistió en parte en entrevistar a un grupo de generales y almirantes retirados que en 2009 habían firmado un manifiesto afirmando que eliminar la prohibición “rompería” las Fuerzas Armadas, compuestas de voluntarios. La minoría de ellos que aceptó responder preguntas reconoció que el cambio de política “no ha tenido impacto en la preparación o en las dimensiones componentes, incluida la cohesión, el reclutamiento, la retención, los asaltos, el acoso o la moral”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario